Cualquiera que lo haya hecho, lo sabe: opositar es ejercitarse en lo peor que le puede pasar a alguien en un país civilizado (no hablo de guerras, catástrofes o pobreza extrema). Hay que contextualizarlo, desde luego. Me refiero a nivel psicológico. Pero, insisto: opositar es una mierda, y nadie de quien lo haya experimentado -una o varias veces- podrá contradecir dicha afirmación, aun habiéndola sacado, que eso lo consigue un porcentaje ínfimo de quienes se presentan a ello.
Entonces, ¿por qué oposité yo, si jamás había pretendido ser nada que no fuera el mejor investigador de la Historia (y profesor universitario, porque no quedaba otra, al ir incluido en el pack)? La respuesta se encuentra en un fracaso más. El más doloroso, en su momento. El más importante de mi vida. El más regenerador y positivo, a posteriori. Fue el fracaso que me cambió la vida. Para infinitamente mejor, desde luego. Pero yo no lo supe hasta mucho tiempo después.
Pero vayamos por partes. En el anterior Hito Nos habíamos quedado en que yo estaba investigando mi tesis doctoral sobre la II República y la Guerra Civil en la provincia de León, y en que la fotografía había penetrado en mi vida como un virus de permanencia imperecedera. Por tanto, todo parecía en orden. El problema era el económico, como siempre, pero había plan para solucionarlo. Consistía en conseguir una beca de investigación que me permitiera unos ingresos, bien que magros, y me introdujera en el Dpto. de Hª Contemporánea de la universidad leonesa. Eso se lograba, optando a una de dichas becas, que eran muy pocas, y para ello había que merecerlo o... ganarse el favor de los que decidían. Por no alargarlo mucho: el primer año que presenté la solicitud, por bisoñez o por quién sabe qué, fui “a pelo”, y la beca fue a parar a un ex-compañero de la facultad leonesa, que, es cierto, lo merecía: por capacidad, tesón y trabajo de años en el departamento. No me desanimé demasiado. Era la primera vez, tenía trabajo mecánico que hacer, y se podía volver a intentar al próximo año. Aunque esta vez la estrategia debía variar.
Mi padre se enteró de que el presidente del patronato que otorgaba las becas universitarias de la Diputación, era el director de la Biblioteca Pública, un intelectual bajito y cabezudo, pope de la cultura leonesa en aquellos tiempos, y que controlaba mucho de lo que se cocía en mi provinciana ciudad. Pues bien, el plan de mi padre fue ganárselo, haciéndose cargo de su contabilidad personal, merced a un contacto con una empresa común que hizo la “presentación”. También hube de conocerle, y explicarle mis propósitos. Para resumir sin provocar bostezos: el hombre nos dio esperanzas a ambos de que la cosa “estaba hecha”, y que, pese a alguna oposición que sin duda habría, contáramos con ello. Mi padre hubo de someterse al endiablado carácter de aquel hombre, sacerdote para más señas, cuyas propiedades requerían de un “trabajo fino contable” para el que cualquiera no estaría preparado. Pero el caso es que yo seguí recopilando información en los periódicos leoneses de los años 30, y mi padre -hombre orgulloso donde los haya habido- cada dos o tres semanas despotricando de los modos y las ocurrencias de aquel tirano. Aun así, si lográbamos la ayuda, todo se habría dado por bien empleado.
Pero, cuando llegó el final de año, y todo parecía hecho, la beca fue a manos de una ex-compañera, ésta de la Universidad Autónoma de Madrid, profundamente incapaz, pero que debió concitar más interés, o lograr mejores apoyos que los míos. De su ineptitud podría dar constancia detallada, por haber sido compañero suyo cuatro años, incluidos dos años de cursos de doctorado, pero eso ya no viene a cuento. El caso es que en enero de 1989 recibí la segunda bofetada en el mismo sitio que el año anterior, y donde más me podía doler. Me quedé sin reacción posible varios días. Al final, tiré la toalla.
Con casi 27 años, un título universitario, dos años de doctorado, con la tesis comenzada, resulta que no tenía nada entre mis manos. Mis únicos trabajos -por decisión propia, eso sí- habían sido en la oficina de mi padre, para sacarme unas perras los dos meses de cobranza. A mayores, aún vivía en la casa familiar. Y lo cierto es que no encontré salida a aquel marasmo. Mi visión del futuro se me nubló por completo. Vi cómo mi sueño, la ilusión de mi vida, se disolvía a una velocidad inasumible. Y caí en una depresión que me duró varios meses.
A corto plazo, no haber obtenido la beca tuvo tres consecuencias. La primera, que dejé definitivamente mi tesis (para escándalo de mis padres), y me propuse opositar para obtener una plaza de algo; y como el “algo” de lo sabía más era la Historia, pues eso: oposiciones a profesores de secundaria de Gª e Historia. La segunda, la depresión a que aludí antes, que me instaló en el período de mayor tristeza y amargura de mi vida, hasta la fecha. Y la tercera, que mi padre dejó de llevar la contabilidad de quien nos había asegurado que todo “estaba hecho”; y también, que cada vez que se lo encontró de paseo o en cualquier lado, mi padre se aclaraba la garganta y lanzaba un gargajo a su paso de forma estentórea y muy visible, para vergüenza de mi madre, que no sabía dónde meterse.