Efectivamente, algo debió ocurrir en su viaje de comienzos de julio a Sevilla, porque cuando regresó, su actitud hacia conmigo pasó a ser condescendiente, interesada (si es que alguna vez no lo fue), calculadora. Algunas de estas cosas las capté enseguida, pero otras no. Alguna cosas de las que capté las quise creer, y otras me obstiné en silenciarlas. Ya sabemos lo perturbado que está el cerebro cuando quiere a alguien más de lo que el sentido común indica.
El caso es que aquel verano fue de lo más contradictorio. Por un lado, yo, que ya apuntaba maneras -aun sin saberlo, pues jamás estuvo en mi intención ser profesor-, me dediqué a explicarle en su casa, con el beneplácito de sus padres, los vericuetos de la lengua latina. A mí me gustó enseñarle; ella era buena alumna, inteligente y activa, y progresaba, y poco a poco se le fue haciendo la luz. Por otro lado, bastantes días sus padres y hermana se iban a una casita en un pueblo de al lado. Y claro, lo que se sigue de esto puede fácilmente colegirse. Las clases no dejaban de darse, eso sí que no. Pero entre genitivos y declinaciones, entre traducciones y diccionarios, la lujuria iniciática siempre disponía de un buen rato para desparramarse a discreción. Aquel verano experimenté lo que era el olor intenso de una piel diferente a la propia, y a desear su contacto como lo único necesario para sobrevivir. También aprendí otras muchas cosas menos elevadas y sí más instintivas y primarias. De ese modo, yo volvía a casa doblemente satisfecho: académica y físicamente. Psicológicamente, era otro cantar. Y paulatinamente, me fui decantando por la idea que estaba siendo utilizado sin mayor rubor por aquella que tanto placer me proporcionaba.
Porque, con pretextos o sin ellos, éramos animales de "interior": ya salíamos poco por la calle, o si lo hacíamos era en compañía de su mejor amiga. Claro que como yo probaba otros manjares, no insistía en forzar la máquina, pues a gusto me hallaba en el fondo. Sarna con gusto, no pica, dicen. Aunque a menudo mortifica.
En esto, llegó su cumpleaños. Yo me esmeré, y aunque no tenía apenas dinero, le compré tres cosas pequeñas que pensé que le gustarían mucho: un disco, un estuche y unos pendientes. Lo habitual. Dijo que le encantó todo, pero algo debí captar que me dejó mosca unos días. Era como si... Es difícil de explicar. No sentía que bebiera los vientos por mí. Sentía que a falta de pan, buenos son profesores de latín con final feliz. Sentía que yo era un mal menor, necesario hasta que los exámenes de septiembre rubricaran el éxito de mi labor. Sentía... No sé bien lo que sentía, pero no me parecía bueno. Y comenzaron mis sospechas, y algunas discusiones. Y algún portazo antes de hora, camino de mi casa. Hasta que un día fragüé un plan.
El plan era rastrero, pero en el amor y la guerra... Consistía en que mientras ella tomaba una ducha relajante y liberadora de miasmas, yo hurgaría en su diario, y buscaría datos, confirmaciones, verdades, mentiras. Y, sí, lo llevé a cabo como estaba previsto. Mientras leía, el calor me fue subiendo desde los pies a la cabeza. No quería leer lo que estaba leyendo, pero aquella era su letra y sus frases, y sus giros, y su opinión sobre el sub-oficial, y lo que pensaba realmente sobre mí. El mazazo fue tremendo. Creo que fue uno de los golpes más duros de mi vida. Una caída de caballo, de venda; una inyección de realidad en vena, imposible de asimilar en una sola dosis. Cuando pude asimilarlo todo, urdí otro plan. Faltaban 20 días para los exámenes de septiembre. Como había adquirido un compromiso, decidí cumplirlo, pero desde ese momento, sólo hubo clases, a ser posible con sus padres en casa. El empujón final, digamos. Mi actitud también cambió. El humor desapareció. Los ratos juntos eran los de un profesor y una alumna. Nada más. Ella lo captó, pues era cualquier cosa menos idiota, aunque no pudo saber fue la causa de mi cambio, pues jamás le hablé de mi profanación. Pero nada dijo, pues le convenía el trato recibido, aunque ahora el contacto físico hubiera desaparecido de súbito.
Los exámenes llegaron, y ella aprobó su latín suspenso. Varios días antes yo había interrumpido las clases, aduciendo -y sigo pensándolo- que conviene descansar antes de una prueba dura, y que una onza de buen temple sereno en un examen vale más que varias libras de preparación excesiva. Después, yo, sencillamente, desaparecí. Ni me despedí. Ni le expliqué nunca nada. Dejé la relación de forma brutal. No respondí a los llamados telefónicos, que mandaba coger a mis padres o hermano (aunque tampoco fueron tantos). Cuando empezaron las clases, los dos en segundo, yo me aparté. A lo sumo, algún saludo inevitable. No se habló nada. No di explicaciones. No quise darle ese gusto. Y aunque ella pretendió continuar en un plano de amistad académica, yo rechacé de plano su idea, aun a costa de perder el contacto con amigos comunes y de que yo seguía sufriendo como un galeote. Era un plan vengativo propio de la inmadurez más adolescente. Pero fue el único modo que encontré de hacer daño a quien me lo había producido a mí en tan alto grado; la única forma que hallé de hacer sufrir a quien me había derrotado y engañado en toda regla. Las intentonas de alguna amistad común por favorecer el acercamiento fueron rechazadas por mí casi con violencia. Era una herida grande y desconocida para la que no hallé consuelo durante mucho tiempo.
Fue un plan pírrico, en verdad. Es verdad, sí, que ese curso ella, privada de mi apoyo en clase, desconcertada por lo sucedido o quién sabe por qué, suspendió no una, ¡sino tres! Fue la única satisfacción que encontré tras todo lo ocurrido. Pero yo pasé un curso verdaderamente horrible, que intenté sublimar de la única manera que sabía: estudiando a muerte para olvidar otra muerte, la del adolescente tardío que había sido traicionado por su primer amor no correspondido.