La frase (es un eslogan publicitario) es muy simple. Es muy conocida. Nos la han repetido muchas veces, con ésa o con otras palabras muy similares. Nos la sabemos. Conocemos la verdad -siempre relativa- de su afirmación. Con todo, hemos de confesar que la aplicamos poco. O bien no podemos hacerlo, o bien no sabemos, o bien nos encanta ser contumaces so pretexto de ser auténticos, únicos, especiales. Por mi experiencia en contumacias propias y ajenas, pienso que es una obstinación que nace del sentimiento de especificidad que se ansía tener. Pero creo también que otra de sus razones es porque el miedo atenaza la posibilidad de cambiar cualquier cosa de nuestra rutina habitual. Nos produce un confort gratificante saber con seguridad qué va a suceder, aunque nuestra existencia sea caótica, aburrida, dolorosa o inane. Y ello impide la mayoría de las veces el experimento, la búsqueda de lo diferente, la sorpresa que haga de un momento algo especial e inesperado. Yo lo digo muchas veces en clase: “a iguales acciones, iguales resultados, si las circunstancias no han variado”. Incluso señalo que es una fórmula matemática o física en boca de un fulano de letras. Da lo mismo. Y uno entendería la negativa al cambio si las circunstancias fueran gratas, positivas o subjetivamente buenas para quien habla. Pero es curioso constatar cómo la mayor resistencia al mismo proviene de quien lo está necesitando a gritos. Y lo grita desde su silencio. El silencio de la inmovilidad.
Imagen publicitaria de una compañía de móviles de Toro (Zamora, Castilla y León, España)
Abril, 2014 ----- Panasonic Lumix G6
1 comentario:
Ay, las rutinas! Somos sus libres esclavos. Nada tememos más que prescindir de ellas. A un humano pensante le aterroriza la idea de enfrentarse a sí mismo, le da pánico poseer toda la libertad del mundo porque tendría que demostrarse sin excusas hasta dónde puede llegar. A esto se refería Sartre cuando hablaba del "vértigo de las posibilidades". Necesitamos algo que nos salve de la obligación de tener que decidir en todo momento. Nuestras libres obligaciones son la excusa perfecta y más sencilla para no dejar de autoengañarnos, aunque muchos no lo consigamos.
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