Catania es un microcosmos en sí misma. Todo encaja, todo está en su sitio. El que no encaja ni se encuentra en su sitio es el visitante, que no sale de su asombro, a poco que tenga los ojos abiertos, y la capacidad de encaje de lo inusual se halle intacta.
En Catania, segunda localidad en población en Sicilia, tras Palermo, se puede hacer de todo, aunque el todo sea al modo y manera que marcan sus particulares costumbres. Se puede comer cuanto a uno le apetezca, y no hay que hacer demasiado esfuerzo para encontrar la comida. Nada más llegar, uno puede llegar a ver (en cualquier punto de la ciudad, sea centro o periferia) un puesto de naranjas o fresas embutidas en cajas paleolíticas expuestas en uno de esos triciclos que hace años se dejaron de ver por los pagos hispanos. Pero si uno va a un mercado propiamente dicho, como el de la Pescheria, se encontrará a los mismos pescadores destripando y limpiando los peces que capturaron la noche anterior, y comprobará que el suelo sanguinolento es la mejor prueba de la frescura de los mismos. Curiosamente, no olerá mal, por esa misma razón; ahora bien, será muy probable que uno se lleve en los pantalones, los zapatos, la camisa u otra prenda, alguna muestra roja de haber pasado por allí. De igual modo, si lo que prefiere es carne, a escasos metros de distancia, cualquier carnicero ejercerá de matarife callejero, cuyo espectáculo permitirá comprobar sobre la marcha cómo en dos minutos escasos, un cordero muerto -carente de piel, eso sí- que colgaba de un gancho mientras goteaba su sangre por el morro despellejado, pasa al mostrador y con unas cuantas docenas de certeros pero violentos y ruidosos machetazos acaba en la bolsa de quien lo había solicitado.
Claro que, una vez alimentados, se puede consumir la energía ingerida esquivando el tráfico catanés. La conducción en esta ciudad es cosa digna de verse, más que nada, porque si no se ve, aunque se cuente, seguramente no se creerá. Con una abundancia de motos fuera de lo habitual en tierras norteñas, pero muy común en las del sur, éstas son las verdaderas dueñas de la situación, logrando uno más de los milagros que el visitante encuentra en Catania: la conversión de dos carriles en tres (uno de ellos, invisible -y reversible-), o de uno de sentido único en dos en el mismo sentido (o en dos de sentido contrario). De tal manera, los eslalom gigantes que realizan los moteros aborígenes podrían ser grabados y comercializados con provechoso beneficio, a poco que algún avispado empresario le viera la vena dineraria al asunto. Pero hay que ser prudentes y no otorgar a los moteros todo el protagonismo, porque los conductores de vehículos son expertísimos y de una habilidad tal que, aun viéndose muchos coches con abollones, faros rotos, retrovisores desgajados, milagro resulta que cada coche visto no luciera algún desperfecto propio de conducciones tan temerarias y habilidosas. Hay que admitir que la ausencia de semáforos y la escasa visibilidad de la pintura de los pasos de cebra, les exculpan de casi todos los sustos que el viandante (sobre todo el foráneo) se lleva. Tal destreza sólo se puede haber adquirido sin haber pasado por una prueba oficial con que sacar el permiso de circulación; de otro modo, no cabría explicarlo bien. Sería cosa de ver y analizar los precios de los seguros obligatorios de estos audaces vehículos, porque la comparativa con otros lugares del mundo occidental daría mucho juego.
No obstante, nadie parece alterarse por nada, ni por el ruido constante, ni por los continuos cláxones avisadores de que vienen (y no por ello ralentizan ni se apartarán), ni por la ausencia de policía, ni por el tráfago de personas cuyas vidas se desarrollan sobre todo en la calle. Sólo el visitante no deja de ir de sorpresa en susto, y viceversa. Aun así, éste se tranquiliza mucho cuando ve que para los casos más graves, con fallecimiento por múltiples causas, existen varios establecimientos que muestran en su escaparate, y bien a las claras, un abanico amplio de ataúdes de modelos del siglo pasado (en perfecto estado de revista y brillo acharolado indestructible, con que poder satisfacer la posible demanda. Así que no pasa nada. Todo puede acabar bien. A excepción, claro está, que al padrone Etna se le hinchen los vapores, y deje rodar su contenido fuego ladera abajo, y se vengue cumplidamente.