domingo, 25 de marzo de 2018

HITOS DE MI ESCALERA (24)

En el año 1980, con 17 añitos y 4 meses, comencé la carrera de Geografía e Historia, como ya quedó dicho en estos Hitos. El entusiasmo, las ganas de aprenderlo todo y el amor por la materia que siempre me había absorbido el seso, fueron los motores poderosos que posibilitaron que me sumergiera en mis estudios, como nunca más lo haría de forma tan global y absorbente. Consciente de que estudiaba una carrera “fácil” (entre comillas), pensé que la única posibilidad de que algún día pudiera trabajar en algo relacionado con lo que estudiaba era dar lo mejor de mí, sacrificarme e intentar obtener el mejor expediente posible. En esa idea, mis objetivos no apuntaban a aprobar sin más, como la mayoría de mis compañeros, sino a sacar las notas más altas. Para ello estaba dispuesto a hacer sacrificios de un modo que ahora me resulta inconcebible, pero que entonces yo asumía como algo natural, necesario y hasta obligatorio.

Por desgracia, la Universidad de León, recién fundada el año anterior por escisión de la de Oviedo, tenía una idea muy diferente de lo que yo pensaba sobre el estudio. Así, varios de sus profesores sostenían la idea de que para prestigiar una universidad nueva había que endurecer la exigencia, para que aprobar costara mucho. La aplicación de ese principio originó que los mayores esfuerzos que yo he realizado en mi vida a nivel académico tuvieran unos resultados muy pobres, en relación con el trabajo serio y disciplinado que yo llevaba a cabo por aquella época. Ese curso y el siguiente yo trabajaría como nunca hasta entonces, (incluido el extenuante COU), y sin embargo no cosecharía sobresaliente alguno, y hasta me quedaría una asignatura suspensa para septiembre en 2º (el único baldón académico en toda mi vida). A estrellarme contra un muro de mediocridad hube de aprender, día a día, mes a mes, curso a curso; hasta que en el año 83 me trasladé a cursar mi especialidad a la Autónoma de Madrid, donde por fin sí hallé premio a mi trabajo, obteniendo mucho más, trabajando bastante menos.

Pero lo negativo no debe ocultar lo positivo. Esa ilusión por aprender, por llevar a cabo lo que se suponía que debía hacer para conseguir lo máximo, ese afán por superarme a mí mismo (y a los demás, por supuesto; mi competitividad en aquélla era máxima), todo ello facilitaba que los cientos de horas de estudio no quebraran mi interés; que las privaciones de otras cosas propias de la juventud quedaran sublimadas con facilidad; que los tremendos madrugones de aquellos años no hicieran mella alguna en mi salud o mi ánimo, que los sinsabores de una tarea a largo plazo se sobrellevaran como mejor supe; que las dificultades económicas  familiares (que impedían acceder a todos los libros que deseaba) se paliaran con habilidad a la hora de estar a tiempo en la biblioteca; y otros etcéteras. También ayudó tener a mi lado, como amigo y como competidor -en aquella época no me parecían incompatibles ambos papeles- a la persona más capaz que llegué a conocer en todos mis años de universitario: Luis Alfonso González Polledo. Yo siempre anhelé tener su rapidez mental, su capacidad de síntesis, su claridad intelectual, su rigor. Nunca llegué a aproximarme, por supuesto, pero creo que fui un digno adversario. Teniéndolo como ejemplo, la tendencia natural a bajar la guardia se evaporaba con más facilidad. Y así, ad infinitum. Una referencia por lo alto es muy necesaria para crecer. Si sólo me hubiera fijado en la inmensa mayoría de mis compañeros de aula (éramos 132 en 1º, y sólo aprobamos todo en junio 9; con eso queda todo dicho), no habría conseguido lo que conseguí. Si uno se fija en lo mediocre o lo inferior, tal vez disfrute más por comparación, pero es un autoengaño de efectos demoledores. Si uno se referencia a lo superior, tal vez la comparativa escueza de continuo y la sensación de recorrido frustrado aparezca más de una vez, pero lo que se consiga siempre será más que con la otra filosofía de vida. Y, sí, yo con Luis Alfonso iba de frustración en frustración, pero gracias a él logré la mejor versión de mí que pude tener. O al menos, así lo creo. Y a pesar de su trágico final (que relataré aquí más adelante), jamás le estaré lo suficientemente agradecido por ello.

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