Nunca me han gustado de verdad los deportes de grupo. El motivo no es igual que el que me hizo despreciar los juegos de azar, pero en esencia se trata de lo mismo: no me gusta depender. En un caso, del azar; en el otro, de los demás compañeros. Soy un individualista, ya lo sé. Tiene sus ventajas y sus inconvenientes. Como todo. Pero a mí me compensan más las ventajas. De ahí que mi deporte/juego supremo sea el ajedrez. Pero ésa es otra historia.
Venía lo anterior a cuento de que Fernando Alonso acaba de ganar, después de muchos años, una carrera. Esto, que hace tiempo no constituía una noticia, ahora sí, después del calvario personal, escudería tras escudería, de los últimos años. Aceptando que el automovilismo sea un deporte, el caso del piloto asturiano demuestra bien a las claras que se trata de uno cuya dependencia de la tecnología y del trabajo en equipo es máxima. Por tanto, no contaría entre mis gustos o intereses. No obstante, he de confesar que durante unos años seguí sus evoluciones, circuito a circuito, campeonato a campeonato. La razón es que su caso, para mí, fue un ejemplo. De lo extraordinario. Y de la estupidez.
Nunca fui adepto, ya digo, al automovilismo. Pero me gustan mucho las peripecias personales de los deportistas, y de hecho las utilizo mucho en clase, para explicar conceptos éticos, psicológicos, vitales, etc. Y la de este ambicioso muchacho hizo mis delicias durante algunos años. Para resumir, lo que yo solía poner como ejemplo a mis alumnos era cómo unas cualidades extraordinarias (del tipo de Miguel Induráin en ciclismo, Rafa Nadal en tenis o Javier Fernández en patinaje sobre hielo), podían desarrollarse hasta lo máximo, ayudado por una ambición sin límites y una capacidad de sacrificio fuera de lo corriente. De hecho, sin existir en nuestro país tradición previa (como les pasó a Ángel Nieto en motociclismo o a Carolina Marín en badminton), Fernando Alonso logró no uno, sino dos campeonatos del mundo en una disciplina gobernada desde siempre por escuderías británicas, italianas o alemanas. Y en un equipo francés; estupendo, sí, pero no el mejor de esos años (ni a nivel técnico ni presupuestario). Resultaba admirable. Y, sí, lo fue.
Sin embargo, dos campeonatos mundiales, en situación de inferioridad técnica y presupuestara, compensadas por sus excepcionales capacidades para la conducción, no le quitaron el hambre de gloria. Quiso, pues, dar el salto a una escudería grande, desde donde asaltar el Olimpo para siempre, y desbancar a los grandes que en ese mundo habían sido. Fue una decisión legítima. Y hasta valiente. Pero fue una decisión estúpida. Porque lo que funciona, no se cambia. Y él se marchó cuando todo funcionaba a las mil maravillas. El calvario -impensable para nadie, es verdad- que ha sufrido este piloto sólo él lo sabe, pero también es verdad que todo partió de una muy mala decisión inicial. Por lo visto, ganar dos campeonatos del mundo con Renault (pájaro en mano), para él no tenía comparación alguna con la posibilidad de ganarlo con McLaren o Ferrari (ciento volando).
El hecho de que ahora, con un buen coche, un buen equipo y sus magníficas dotes de conducción intactas, haya obtenido un triunfo de nuevo, mueve a pensar que su perseverancia y su elevada autoestima no resultaron dañadas en el transcurso. También nos induce a plantearnos ucronías sobre lo que habría sido su trayectoria de haber tenido mejores condiciones a su servicio. Pero todo, todo, partió de una mala decisión, de la que es probable que con su carácter no se arrepienta nunca, pero que fue el origen de todo lo que vino después.