Nos acostumbramos con rapidez a las cosas. Somos muy adaptables. Pero tenemos mala memoria. Sobre todo, para lo que no nos gusta. Los temporales de la mar, los frentes polares, la nieve, la galerna, el frío, la lluvia pertinaz, y todo lo que acompaña a una meteorología "movida" son propios del invierno. Justo la época en la que estamos. Esto es lo propio en las afortunadas latitudes donde existe estacionalidad, donde la naturaleza nos brinda una diversidad de épocas, cada una con su maravillosa carga emocional, cada una con sus ventajas y sus inconvenientes. Siempre he considerado que los climas tropicales o polares me parecerían un horror si tuviera que vivir en ellos. Lo que más me agrada del clima es comprobar cómo la altitud del sol, bien sea ascendiendo, bien sea bajando, varían las horas de luz, la temperatura, la frecuencia de frío o del calor: en definitiva, que nos ofrecen una múltiple y cambiante variedad de situaciones que paladear. Por eso, cuando oigo a algunos blasfemar contra esta sucesión de temporales que llevamos en el último mes, me pregunto: ¿sabrán en qué estación nos hallamos?, ¿sabrán en qué latitudes vivimos? La respuesta es que probablemente lo sepan, sí, pero que enseguida se cansan de lo que resulta distinto, aunque antes fuera lo común. Triste idea de la vida, a fe. Yo quiero que en invierno haga frío y que llueva y a veces nieve; que en primavera la mayor longitud de los días y una temperatura más bonancible inciten al paseo o a contemplar cómo la naturaleza retoña; que en verano haya calor, y la ropa moleste, y el cuerpo se muestre, y las bebidas frías sean el maná que nos justifica los rigores del termómetro alto; y que, por último, en otoño, se caiga la hoja, llueva más, y algunos momentos se cuele algún veranillo de contraste para abocarnos hacia los fríos invernales de la vuelta a empezar. Llamadme clásico. Lo soy.
Oleaje en Gijón (Asturias, España)
Febrero, 2008 ----- Nikon D100