viernes, 27 de junio de 2014

EL FENÓMENO DE LOS APELLIDOS VASCOS

Soy un bicho raro. Creo que siempre lo he sido en proporción variable. Pero tampoco es algo muy llamativo. Quien más, quien menos, lo piensa de sí mismo. Pero en mi caso, las pruebas se acumulan año a año, libro a libro, foto a foto, película a película. Risa a risa.

Hace un par de meses, fui con mi pareja a ver una película sobre la que tenía ciertas expectativas: Gran Hotel Budapest. No sólo colmó dichas previsiones, sino que comprobé que el magnífico guión, las espléndidas actuaciones, el nutrido elenco de estrellas, la factura técnica, la historia en sí, y todo el conjunto estético eran algo inusual. Nos encantó. Pero, además, hubo un detalle que nos llamó mucho la atención. Se trata de un filme lleno de sutilezas y trufado de un humor pleno de guiños a muchas películas y directores de antaño, cuyas referencias más cercanas se encuentren en los franceses Jeunet y Caro de la estupenda Delikatessen. Dicho humor, dicho concepto del absurdo, dicha idea de la comedia que busca el enlace entre dos inteligencias, son de los que más nos gustan. Y nos reímos mucho, muchísimo. Entre otras cosas, porque era una comedia, y porque había muchas situaciones, gestos, acciones, que eran muy graciosas. No ostensiblemente graciosas. Inteligentemente graciosas. El detalle sorprendente es que casi nadie se reía. Sólo ella y yo, y esporádicamente alguien más. El resto, impávido, y molesto ante nuestras sonoras manifestaciones de alegría y complicidad.

Pues bien. Este fin de semana fui a intentar repetir la hazaña. Pero debí prever que el asunto no podía salir igual, porque la fuente que nos llamó a la sala fue la noticia, impresionante, de que en casi dos meses se ha encaramado a la posición de película más vista en la historia de nuestro triste país, y en la segunda -de momento- en cuanto a recaudación. Cifras de mareo, que se pueden consultar en cualquier medio. Se trata, cómo no, de Ocho apellidos vascos.

Debo decir que hacer caso a la gleba canalla cuantitativa no es mi estilo; por eso tengo que confesar mi equivocación plena al tomar esa masa de público como referente para entrar a ver una película que prometía risa a raudales, alimento del que nunca estaremos ahítos ni será jamás suficiente. De la mayoría pocas veces se ha sacado algo en limpio, como no sea monumentales equivocaciones. Nosotros, esta vez, contribuimos también a engordar la bola de nieve y a levantarnos cuando llegó la ola. Nuestra, pues, la culpa. Y con ella llevamos la penitencia.

Porque no sólo no nos reímos más que en contadas ocasiones, sino que el ánimo fue decayendo hasta que al final el enfado consecuente pudo más que todo lo visto en la pantalla. Enmarcados en una desgana de rodaje absoluta y un oportunismo de una situación social más permisiva, se encuentran un guión muy pobre, unos personajes muy flojitos y sin entidad, una ristra de situaciones previsibles y tópicas, mal hilvanadas, amontonadas de cualquier modo discontinuo. Eso sí, interpretadas dignamente (sobre todo, Karra Elejalde, el único personaje algo creíble), pero sin capacidad de levantar con ellas el edificio de sus endebles y volátiles cimientos.

Ni un solo momento memorable: su mediocridad planea por toda la cinta. Porque, encima, ni siquiera se puede decir que sea mala, al estilo de Torrente o Condemor, pero puedo jurar que en ellas -aparte de no haber pagado por verlas- me reí mucho más. De forma zafia, sí, pero más, mucho más. En cambio en ésta no se encuentra nada que destacar en sentido positivo. Al menos, para nosotros, porque para el director y los productores ha sido un pingüe dividendo del que, así lo han manifestado en los medios, los primeros asombrados son ellos mismos; y por los cuales me alegro, con sinceridad. Ahora sí, espero y deseo que sea la última vez en que para ir al cine consultemos una fuente tan poco fiable, tan amorfa, tan acrítica y tan inercial.

1 comentario:

la cocina de frabisa dijo...

Totalmente de acuerdo con el Gran Hotel Budapest, increíblemente deliciosa, de las que te dejan buen cuerpo, con la fantástica sensación de haber visto buen cine y de las que uno no se olvida. Incluso yo que no soy proclive a repetir visión de películas, hago excepciones y ésta será una de ellas.
Los 8 apellidos vascos es otra tomadura de pelo, pero no a la gente, a los que nos hemos dejado llevar por la gleba canalla como bien dices tú.
La gente que ve ese tipo de película va porque van todos y porque como el sábado hay que hacer algo y lo más fácil es ir al cine, van y no escogen película porque ellos van al cine a comer palomitas (nunca entenderé que se coma en el cine)no a ver películas. El que haya una película de moda les aligera el camino, tienen que pensar menos y así pueden presumir de que también vieron la peli de moda. Es lo peor o lo más decepcionante que he visto en los últimos años y eso que de cuando en vez, aún escogiendo, me como marrones.

Besos

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