El domingo 9 de octubre, un artículo de Víctor Lapuente,
titulado “Einstein y los alquimistas”, principiaba así su discurso: “¿Por qué
no votamos a los atletas que enviamos a las Olimpiadas? Pues porque queremos a
los mejores. Entonces, ¿por qué votamos a los políticos?” Con esa premisa
leída, las conclusiones que cada cual podría alcanzar dependerá de su calidad,
de su interés, de su capacidad para embaucar, para mentir, para transparentar.
La vida es un combate en el que cualquier instancia requiere
el concurso de los mejores, de los más capaces, de los más interesados. Pero,
contra toda lógica, propagar esta idea trae muy mala prensa a quien la
sostiene. Lamentablemente, que tenga mala prensa no lo hace más incierto. Necesitamos
que los mejores nos guíen. Y los mejores no se eligen, se erigen ellos mismos
con su esfuerzo, su dedicación y sus resultados. Y los demás, asentimos
callados, admirados y -deberíamos- felices por tener cerca a quienes nos pueden
sacar de los atolladeros en que solemos meternos individual o colectivamente.
Hay momentos en los que se echa más de menos un puñado de
figuras que regeneren la situación en varios niveles. Esos personajes no pueden
ser hallados por votación, no se eligen democráticamente. Como mucho, pueden
refrendarse, una vez quede clara su incontestable superioridad. Porque, sí, no
somos iguales en capacidades, ni en esfuerzos, ni en oportunidades, ni en
suerte. La idea de la igualdad ante la ley ha hecho avanzar muchísimo al ser
humano, pero esconde una falacia en su esencia que los modos democráticos no
dejan mes o año de destapar una y otra vez.
Lo he dicho y escrito muchas veces. La democracia tranquiliza
mucho a quienes la siguen. Pero estar tranquilos no significa estar lo mejor
que podríamos estar. El problema es que aún no hemos encontrado la adecuada
simbiosis entre democracia y aristocracia; ambas, como es lógico pensar, en su
sentido etimológico pleno. En su origen, la aristocracia era el gobierno de los
áristoi, (de los mejores), y así es
como lo denominaron los griegos, expertos en iniciarlo casi todo. Pero los
mejores encanallaron su poder y su soberbia y ambición les hicieron creerse
acreedores de todo cuanto ansiaran. Por ello, en algunas polis apareció una
contrapartida: la democracia, donde los ciudadanos (que tampoco eran todos,
pues mujeres, esclavos y extranjeros no lo eran) elegían a sus magistrados y
obligaban mediante el ostracismo a irse a los que se propasaban en sus
funciones o a quienes cometían otros delitos. ¿Solucionó la democracia de
entonces, anticipada a su tiempo, los problemas de los humanos? Lo cierto es
que duró bien poco. Habrían de pasar muchos siglos para que dichos modos
pudieran establecerse con garantías de continuidad. Pero hoy, conseguida dicha
continuidad, los problemas no desaparecen. Parecen los mismos, pero adaptados a
unos tiempos en que las atrocidades no se tolerarían, pero la manipulación y el
latrocinio impune parece que sí, si tenemos en cuenta las decisiones de nuestro
país y de nuestras comunidades autónomas, por no ampliar demasiado el espectro.
¿Elegiríamos entre todos al mejor científico? ¿Tendríamos conocimientos
para saberlo? ¿Revelaría una encuesta al mejor escritor, al mejor escultor, al
mejor muralista? ¿Permitiríamos elegir mejor piloto de avión al que democráticamente
eligieran los viajeros? ¿Y el profesorado más eficiente saldría de una votación
libre entre alumnos y familias? Federer, Nadal o Djokovic ¿habrían logrado sus
respectivos números 1 por elección de los aficionados al tenis mundial? Tengo
para mí que hasta Usaint Bolt, incontestable como hombre más veloz de la historia,
tendría dificultades para alcanzar ese título por referéndum mundial, bien por
negro, por soberbio, por mujeriego, por jamaicano o por desconocido para
muchos. De modo que ¿qué esperamos de la democracia?