En la playa mueren muchas ilusiones, pero es porque también es donde más se crean. A la orilla del mar, donde las olas mueren blanqueadas de
espuma, la roca y la arena acogen todo cuanto el mar transporta: enseres,
objetos, animales muertos, refugiados, también los sedimentos de todas nuestras
incoherencias. Por eso, jamás le faltará arena al fondo del mar, que desplaza
sus fondos al ritmo de las mareas y las corrientes, pero sabe que su vaso poco
a poco se colmatará y algún día las aguas marinas sólo serán un recuerdo vago que se
estudiaría en los libros de geología.
Todos lo sabemos (aunque no las causas): la playa ejerce fascinación sobre los humanos. Hasta el
punto de que en ella son capaces de mostrar su intimidad corporal en público en mayor
grado que en otros lugares. En ella se da una especie de comunión con la naturaleza, que
conecta con lo primordial y lo telúrico, recordándonos de forma subconsciente
que alguna vez todos fuimos el mismo polvo de estrellas, que luego subdividió y
reordenó sus átomos, dando forma así a la variedad de vida y materia que en
nuestro planeta contemplamos. La playa nos atrae. El mar también. La rítmica
aproximación de las olas a la orilla podría parecer un modo de llamada -dulce o
agresiva- con que la Madre Tierra nos requiere. Algunos acaban cediendo, y
acaban encontrándose con ella en los fondos marinos.
A mí la playa sólo me seduce como camino de ida y vuelta,
como escenario de conversaciones impensables o como estímulo para que la cabeza reordene lo más
elemental mientras la camino. Pero cuando no la recorro de punta a cabo, lo que de verdad me gusta es
verla desde cierta altura, para contemplar su forma y alejarme un poco de esa
llamada constante con que el oleaje me tienta. Sé nadar. Pero sé que si me
dejara seducir, jamás volvería.
Playa de Lastres (Asturias,
España)
Febrero, 2011 ----- Nikon
d300