Un día redondo
puede comenzar tras haber dormido dos horas más de lo que la cotidianidad marca durante la semana. Ha de ser al lado de quien más se quiere, y alear el
progresivo despertar con unos cuantos mimos, unas cuantas palabras y unas
cuantas risas, que pongan el cerebro en la disposición adecuada para arrancar
la jornada. A continuación, un desayuno distinto a los del día a día, con una
conversación lo suficientemente leve a la par que intensa (el truco está en el
justo equilibrio). Una ducha, una ropa limpia y favorecedora, un perfume
fresco; y a la calle. Coger el coche, efectuar dos o tres recados urgentes y
necesarios antes de llegar al restaurante donde con anterioridad se ha
reservado la posibilidad de una experiencia gastronómica nueva y estimulante.
Para que la experiencia sea redonda, se precisa que el lugar donde te den de
comer se tome en serio su labor culinaria y la atención sea ajustada entre la
sobriedad y la amabilidad completa; también se requiere que cada plato sea lo
suficientemente distinto, y que la labor identificadora de cada ingrediente no
colapse el conjunto de cada plato que se presenta en el largo menú; igualmente,
que el vino elegido maride con excelencia las carnes, las algas, las salsas, los
mariscos, las bajas temperaturas, los consomés, los pescados, los dulces. Si
tras la sucesión de sorpresas ininterrumpidas, se traba una conversación de
varios minutos con los dueños del local, en la que se ensambla con más fuerza
todo lo anterior, ya, la cosa empieza a rayar con el paraíso. Pero si tras
salir del restaurante, uno se da un paseo de una hora bajo un sol radiante que
ilumina, pero no calienta en exceso; si entre medias, uno acaba recalando en
una tienda en la que se compra algunas prendas “necesarias” a un precio
razonable; si, para rematar el paseo, uno entra en una librería de lance y encuentra
una o dos joyitas que se llevaba buscando durante meses; si todo eso se da, uno
ya no está respirando, sino que, directamente, levita. Con todo, un día redondo
en esta modalidad (hay muchas) no podría concluir sin arrellanarse en la oscuridad
de una sala de cine, y disfrutar dos horas de una historia real ficcionada que
mantenga la atención y consiga (a la vez) relajar y potenciar la mente, de cara
al regreso al hogar, que ya se anhela como el único marco que resta para
sentirse en la plenitud más placentera. Ya en casa, algún rato ligero de
prensa, ordenador, redes sociales con el móvil o similar; y si se tercia,
alguna pequeña colación para que el estómago no ruja de madrugada. Y luego, ya
en cama, alguna risa más, algunos mimos, algún plan a corto o medio plazo. Y
por fin, el sueño reparador que asiente en nuestra memoria la conciencia de que
hoy hemos vivido, y no sólo sobrevivido un día más.
domingo, 16 de octubre de 2016
sábado, 15 de octubre de 2016
AVISO PARA LA SIGUIENTE RAPIÑA
Este esqueleto de
edificio es uno de tantos como pueblan nuestra geografía, tanto urbana como
rural. Representa un símbolo de lo que a lo largo de varios años se llevó a
cabo en la política y la práctica urbanística en España. Representa una
advertencia involuntaria. Nos muestra lo que sucedió y, a la vez, nos avisa de
la siguiente oportunidad que aprovecharán los golfos apandadores y los mafiosos
profesionales de la política de este país, para poder esquilmar a los más
débiles, y al tiempo hipertrofiar aún más sus cuentas corrientes. Esa
construcción, erigida tan sólo en su estructura de hormigón armado, nos debería
prevenir ante el futuro venidero y prevenirnos ante la fórmula que estos
sinvergüenzas inventen para poder seguir quienes son y mantenernos a los demás
donde ellos quieren que estemos.
El problema es que
nos seguirán dejando en el mismo lugar, porque la mayoría simple de españoles, como
toda sociedad encanallada (y la nuestra lo está, sin duda), no desean ni
experimentos ni cambios: sólo desean mantener la superestructura ya existente;
con algunos cambios de superficie acaso, pero nada más. Por eso, el partido más
corrupto de la historia reciente de este país (mucho más aún que el último PSOE
de Felipe González, que ya es decir), aguanta el tirón, habla lo justo, disculpa
lo otro, echa velos por doquier… a la espera del siguiente timo del toco-mocho
que los españoles nos envainemos vía rectal.
Estos días se
juzga la mayor trama de corrupción que una serie de hábiles y ambiciosos individuos
tejieron en este país, en necesaria connivencia con el Partido Popular, la
llamada Trama Gürtel. En ella estamos viendo declaraciones sorprendentes por su
crudeza realista. A continuación, cuando todos deberíamos estar clamando por
cabezas y vísceras, ningún político de fuste comenta nada, el juicio
proseguirá, se dictarán unas sentencias más o menos condenatorias, se pasará
vuelta a la página, y todo quedará listo para el siguiente latrocinio bien
urdido, quién sabe si con la colaboración de los bancos, la troika, el clima o
el coño de la Bernarda.
Sin embargo,
cuando yo paso delante de uno de estos esqueletos que pueblan nuestro país de
punta a cabo, siento mi sangre hervir. Con ingenuidad manifiesta, tiendo a
pensar que a alguien más le sucederá lo mismo, y con contumacia infantil, lo
muestro para conseguir que recordando, pensemos, y pensando, logremos variar
ciertos rumbos. Mucho me temo que tanto la ingenuidad y la contumacia sean mis males
endémicos, y me aportarán más disgustos, mayor sensación de impotencia y una
sublimación creciente de la necesidad de sangre, de vísceras, de cabezas.
Inmueble interrumpido y abandonado, en La Coruña (Galicia, España)
Febrero, 2012 ----- Nikon d300
jueves, 13 de octubre de 2016
EL SEÑOR BOB DYLAN, PREMIO NOBEL DE LITERATURA
Si le conceden un premio Nobel de Literatura a Bob Dylan, excelso
cantautor y poeta, es probable que en breve provean a Haruki Murakami de una
medalla de oro olímpica en su labor de esforzado corredor de fondo, o que a Daniel
Baremboim, sublime pianista y director de orquesta, le otorguen un máximo galardón
en pro de la paz por su papel en pro del acercamiento de judíos y palestinos, o
de los primeros con su bestia negra musical: Wagner.
No sé. Me he quedado de aquella manera cuando he oído la
noticia en la radio. Sin que ello suponga desdoro hacia algunas de sus
magníficas composiciones, que superan en número a las de la mayoría de los
grandes, y sin que se pueda aventurar aversión alguna de mi lado hacia el
genial músico estadounidense, yo opino que el asunto se ha salido un poco de
madre. Es como cuando le dieron el Príncipe de Asturias de las Letras a mi
amado Leonard Cohen. Los premios de los nórdicos, últimamente, ya no son lo que
fueron. La ingesta de toneladas de novela negra y esos veranos con
tanta luz, es lo que tienen.
Claro que igual se trata precisamente de ello. De tejer puentes
transversales entre las artes. O de epatar a la concurrencia. O de asegurarse
titulares. O de tocar abruptamente los genitales de tantos biempensantes que ya
festejaban la enésima candidatura del norteamericano Phillip Roth o de nuestro Javier
Marías. Me parece poco serio. Claro que habría que ver quiénes forman parte de
los jurados que emiten sus votos en cerradas salas con más fisuras informativas
que un gallinero al aire libre. Habría que saber cuánto saben de Literatura los
que premian al galardonado cada año y cuánto de geopolítica (o sentido común),
los que conceden el premio Nobel de la paz cada año. Porque no hay que olvidar
que en 1973 le concedieron este último a Henry Kissinger después de una
dilatada trayectoria de terrorismos de estado o a Barack Obama apenas unos meses
tras iniciar su primer mandato. De lo de Literatura, mejor no profundizar, que
este espacio no admite recorridos tan largos, ni chuflas que produzcan eco
eterno. Pero de lo que sí estoy seguro es de que el señor Bob Dylan, a estas alturas, se
está descojonando por todo lo ancho de la residencia donde viva ahora. Eso, se lo garantizo.
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