Tengo que agradecer a los númenes del universo ser una
persona inteligente y, como ya he dicho, a mi abuelo materno en particular
haber modelado esa inteligencia en los primeros años de vida, que es cuando hay
que darle cierta forma y estímulo constante. Pero, también, debo dar gracias
por no haber sido tan inteligente como para haber resultado brillante. Y es que
nunca fui brillante. Lo repito mucho en clase, para intentar servir (sic) de
modelo a las nuevas hornadas de hormonados púberes.
Nunca fui el número 1 de la clase. En la primaria, me
mantuve siempre en el grupo de cabeza, con tres o cuatro alumnos buenos
-ninguno brillante, tampoco-. Pero aunque andaba cerca, solían superarme unos
en una cosas, otros en otras. Yo lo atribuía a la diferencia de edad, a que
siempre eran todos un año mayores que yo. Me intentaba justificar con eso, pero
la verdadera razón es que ellos eran mejores que yo académicamente. Así de
simple. Luego, en la secundaria, los dos primeros cursos del BUP fui una sombra
de mí mismo, e incluso llegué a suspender evaluaciones. Pero ingresado en el
Bachillerato de Humanidades, volví a destacar otra vez. Pero pese a que volví a
los puestos de cabeza, otro muchacho -altísimo, elitista, solitario, arrogante,
inteligentísimo- me impidió siempre llegar a considerarme el número 1 de clase.
Tuve la buena suerte -algunos la tildarían de mala- de que eligiera la misma
carrera que yo, y él, que -éste sí- era brillante académicamente, me cerró el
mítico paso al número 1 que yo ansiaba siempre por aquel entonces. Nunca le
pude superar, salvo en un par de exámenes puntuales de Arte. Cuando marché a
Madrid, en la Autónoma, la historia se repitió: estaba siempre arriba, bien
arriba, pero siempre había alguien mejor.
Pero yo pienso que esa eterna posición de secundario dentro
de las élites forjó mi carácter superador, esforzado, paciente y constante. O al
menos, yo lo creo así. Si hubiera sido alguien brillante, quien, con sólo
hojear cada cosa ya me quedara bien asimilada, o las cosas no me hubieran
costado, estoy seguro de que mi carácter sería diferente y acaso no habría
conseguido lo que hoy tengo. Mi vida habría sido otra, pero no creo que hubiera
podido reseñarla desde presupuestos de tanto bienestar mental.
Por eso, cuando a mis alumnos les comento un examen y les
señalo sus errores, siempre les digo que para el común de los mortales el único
modo de crecer, de aprender, de adquirir destrezas, de superar cotas, es
siempre la repetición, la horrorosa repetición, la estúpida repetición, pero
también la bendita repetición, gracias a la cual conseguimos algunos ser más y
mejores de cuanto seríamos sin ella. Es la única metodología que podemos seguir
la gente común. Los genios recorren otra senda. Pero, como les recuerdo con
insistencia, no abundan. Y en 26 años de docencia sólo he tenido a dos alumnos
que se han acercado al concepto. Y aun así, ambos han logrado lo que tienen con
tremendas dosis de trabajo continuado y perseverante aplicación.
Debo agradecer, pues, no haber sido brillante. Y esta sorprendente
afirmación viene de no tener nada claro que, de haberlo sido, me hubiera forjado
en la superación constante a la que mis carencias me abocaron siempre.