domingo, 28 de agosto de 2016

HITOS DE MI ESCALERA (7)

Las primeras vacaciones de que tengo recuerdo no fueron las de Laredo, pero sí fueron las que tuvieron una trascendencia relevante, de consecuencias inmediatas. Yo tenía diez años recién cumplidos, y hacía tres que vivíamos en León.

Fueron unas vacaciones atípicas. En primer lugar, por realizarlas conjuntamente con más personas (mis tíos de Burgos y sus dos hijos, más pequeños que nosotros; y una prima mayor, que, ésta sí, nos acompañaría muchos años en los viajes de verano), aunque sería la primera, y la última. En segundo lugar, porque era la primera vez que alcancé la conciencia de que yo era alguien individual, y mi familia –incluidos mis padres y hermano- estaba constituida por seres diferenciados de mí. En tercer lugar, porque, hábilmente instruido por mi prima mayor, incurrí en un vicio que mantuve un tiempo: robar; mi especialidad, en Laredo fueron las pelotas de tenis de una pista que se encontraba bajo la terraza de donde nos alojábamos, que yo divisaba cuando se extraviaban, y luego bajaba a recolectar tranquilamente; también, los tebeos de los kioscos, que yo devoraba a mayor velocidad de lo que mis padres y familiares podían permitirse comprarme (cayeron algunos “Súper Mortadelo” y otros ejemplares “especiales” y más caros). En cuarto lugar, porque comprendí que la buena voluntad no es suficiente para la convivencia apacible, y que los intereses de las familias suelen diferir, sobre todo si sus hijos manifiestan cierta incompatibilidad de caracteres. En quinto lugar, porque confirmé (tras varias sospechas anteriores) que mi familia carecía de la sensibilidad intelectual y artística que yo tenía, lo cual comprobé ante la cruda indiferencia que manifestaba todo el mundo por mis progresos pictóricos de una caja que me habían regalado (IniciArte, que incluía pinceles, una veintena de pocillos de pintura, y cuatro láminas divididas en espacios que había que rellenar con el color del número correspondiente). Pero, sobre todo, las vacaciones de Laredo pasaron a mi imaginario personal con todos los honores porque fue donde aprendí a nadar.

Ocurrió de la manera más tonta, como suele suceder. Nos encontrábamos en la fantástica playa de Laredo, donde cubre poco y el oleaje es muy manso (no en vano la llaman la “playa de los niños”). Yo estaba con otro niño que había conocido esos días. Este niño tenía algo que yo no, y que apetecía con creciente ansiedad: tenía gafas de bucear, tubo y aletas. Durante varios días le había rogado que me las dejara un poco para ver cómo se veía el fondo y los pececillos, que por allí abundaban, pese a la presencia humana. Se había negado siempre, alegando prohibiciones familiares. Pero aquel día cedió: “sólo un momento, ¿eh?, que mi madre me vigila”. Accedí encantado, pero sólo me puse las gafas y el tubo. Como no sabía nadar, me conformé con ponerme en situación horizontal en un lugar donde no cubría mucho. Al poco, me descubrí desplazándome por encima del agua y sin que mis pies tocaran la arena. Me levanté asustado y muy excitado. Volví a probar, con las gafas, y el fenómeno se repitió. ¡Yo flotaba! Y si movía las manos y los pies, avanzaba un poco. Le devolví las gafas y el tubo al chiquillo, y probé a hacerlo con los ojos cerrados y ¡nadé por primera vez! Mi miedo tradicional se desvaneció (de niño fui siempre muy tímido y miedoso), y el resto de las vacaciones ya sólo tuvo como recuerdo primordial los muchos ratos que pasé en el agua comprobando cómo el principio de Arquímedes se aplicaba con exactitud, aunque yo aún no lo conociera. Y aunque a nivel familiar, aquellas vacaciones en esencia fueron un desastre (mis tíos y primos se marcharon antes de acabar la quincena prevista), yo comencé una nueva era como niño-nadador-sin-más-miedo-al-agua-del-estrictamente-imprescindible.

1 comentario:

la cocina de frabisa dijo...

Es un hito, sin duda. No sé que tendrá el aprender a nadar que todos recordamos ese momento. Simpático tu momento, algún día te contaré el mío.

Bss

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