viernes, 12 de agosto de 2016

FINAL DE VACACIONES


Montjuic. Navidades. Último día de vacaciones. La pareja ha terminado su estancia en la ciudad condal, han salido del hotel antes del mediodía, como mandan las ordenanzas, se han llevado sus maletitas y, hasta que salga su avión, tren, autobús, etc., se van a apurar las últimas horas lejos de cada. Hasta ahí, todo normal. Pero profundicemos.

Es una pareja joven; en la treintena, digamos. Se han cogido unos pocos días en Navidad, para conocer Barcelona, la bienhallada (y, de paso, alejarse de las familias respectivas, de las que, no se nos oculta a nadie, todo el mundo está harto en estas fechas tan entrañables). Su indumentaria indica que hace frío, pero como se trata de prendas más bien informales y deportivas, parece que cuadra bien con su edad y con sus pretensiones. Ahora bien ¿qué pretensiones? Con ese equipaje, podemos apostar a que los plumas que llevan encima constituyen la única ropa de abrigo que han traído, pues otra no les puede caber en tan minúsculas maletas. Tampoco pueden haber llevado otro calzado que el que llevan puesto, por idéntica razón. De modo que lo que las modernas valijas ocultan deberá ser la ropa menuda y alguna cosa para cambiarse “lo mayor”, porque con un neceser para los objetos de higiene personal ya parecería que las llenaran. O sea, que estos chicos se han pasado dos, tres o cuatro días en Barcelona, con lo puesto, en apariencia joven, informal y deportiva, sin importarles lo que piensan o hagan los demás. Ellos van a lo suyo.

Y por ello, sí, no les importa nadie de alrededor, porque nadie llevaría una maletita color chicle de fresa con bandas de chicle de plátano si se poseyera un mínimo pudor social (en determinados lugares elegantes, dicha impedimenta sería causa de detención, juicio sumarísimo y deportación inmediata). De modo que estos chicos están desinhibidos por completo. Y para confirmarnos lo que se apunta, se están haciendo un autorretrato con el móvil (vulgo selfie), mediante un artilugio telescópico con mando (vulgo palo de selfie) que acaban de mercarle a uno de los hindúes que abarrotan la zona con el gadget de moda esa temporada. En realidad, la poderosa fachada con torres y cúpula y las enormes escaleras que se hallan a sus espaldas les importan más bien poco. Lo que buscan es el recuerdo de que ¡estuvieron allí!, que es lo que la telefonía móvil ha venido a refrendar con su utilísima cámara miniaturizada: certificar de cara a sí mismo y a los demás (sobre todo, a los demás) que se estuvo en tal sitio, y de paso alardear sobre varias cuestiones que ahora no vienen al caso. Y, luego, un paseo por los exteriores de las instalaciones olímpicas de la mítica Barcelona’92. Deberíamos quitarnos el sombrero. ¿Qué mejor final de vacaciones cabría imaginar?

Plaza de la Fuente Mágica de Montjuic (Barcelona, Cataluña, España)
Enero, 2016 ----- Panasonic Lumix G6

jueves, 11 de agosto de 2016

HITOS DE MI ESCALERA (6)

Mis padres no se ponen de acuerdo en la fecha. No hay documento alguno que lo pruebe con exactitud. Tampoco las fotos dicen nada, porque mi madre tenía la idea de que las pocas ocasiones en que nos fotografiaban, lo hiciera a cara despejada, sin gafas. Por eso no puedo saber el momento preciso en que yo inicié mi andadura de miope oficial que tan amargos momentos me procuró en mi infancia.

Ya en La Bañeza, con 6 años, alguna vez que don Matías me castigaba a los últimos lugares de la clase, yo entornaba los ojillos para enfocar mejor la pizarra. El maestro alguna vez me preguntó si veía bien, y yo le dije que allá atrás del todo no tan bien, que mejor delante, claro; él debió notar algo extraño, pero como yo era buen alumno las más de las veces, y enseguida volvía al pupitre delantero, la cosa no pasó de ahí. Yo no tenía consciencia de que fuera corto de vista. Con buena lógica de niño, yo pensaba que lo que está cerca se ve bien, y lo que está lejos se ve peor. ¡De cajón! Pero mi nueva vida en la capital leonesa depararía novedades en ese pensamiento.

El piso de León era un primero muy oscuro. Y yo, de aquella, ya era un lector voraz, como he contado. Teníamos unos vecinos algo mayores que mis padres, con un único hijo, que me sacaría a mí unos diez años. Ese adolescente poseía un tesoro maravilloso que, sin embargo, él no valoraba lo más mínimo: tenía las dos colecciones ¡completas! de El Capitán Trueno y de Jabato, dos de mis héroes preferidos por aquel entonces. La señora Pepa, que así se llamaba la señora, una vez que se enteró de mi hambruna permanente en lo tocante a cómics -que debía releer una y otra vez, pues no había dinero para muchas alegrías- me hizo una propuesta por la que le estaré agradecido toda mi existencia: si prometía cuidarlos bien, me dejaría, uno a uno, todos los volúmenes de las dos colecciones. Recuerdo que me levanté de la silla y pegué un salto que la asustó, pero luego se echó a reír porque me eché a su cuello a darle besos, dándole a entender que no sólo aceptaba, sino que cuando fuera mayor debía decirme dónde y en qué material yo le erigiría una estatua de homenaje conveniente para que las generaciones futuras supieran quién había sido mi vecina Pepa, que demostró una generosidad de la que tantos carecen.

Pues bien, uno a uno, y durante muchos meses, no sólo me los bebí en su integridad, sino que hubo que prorrogar el “contrato”, pues los releí al menos dos veces que yo recuerde. Pero, y aquí viene el asunto grave, mi vista se debió resentir, máxime teniendo en cuenta la oscuridad de aquellas habitaciones, donde apenas llegaba el sol un buen rato por las mañanas.

Yo ya iba notando en clase que las cosas no eran todo lo nítidas que yo hubiera querido. Mis padres tampoco notaron nada raro en que yo leyera aquellos grandes volúmenes con los ojos tan cercanos al papel: lo atribuían a la pequeña letra de los bocadillos del cómic. Además, en aquella no había las revisiones preventivas que existen hoy. Pero un día, imagino que harto de tanto desenfoque, se me ocurrió la cuestión definitiva. Le pregunté a mi padre si veía igual de los dos ojos. Él se tapó uno, luego el otro, y tranquilamente me dijo: “sí, igual”; “pues yo no, yo veo peor del izquierdo”, respondí yo. 

Conclusión: visita al oculista de inmediato. Recuerdo mi sorpresa y fascinación ante lo bien que vi con aquellas lentes que el facultativo colocó ante mis ojos: “sí, sí, ¡qué bien se ve ahora!”. De ese modo ya, de mano, me fueron prescritas unas gafas con 2’5 dioptrías en el ojo izquierdo, y una en el derecho, ambas de miopía. Nada menos. Esto, hoy, no sucedería de ninguna de las maneras, porque se habría detectado mucho antes. En mi caso, y con 9 años, aproximadamente, comencé a llevar unas gafas (horribles) y a iniciar una vida de gafotas, que, sumado a mi tradición de empollón, me procuró no íntimas suculencias, precisamente, sino abundosas desgracias que acaso desgrane en otro momento.

miércoles, 10 de agosto de 2016

LASITUD ESTIVAL



Es tiempo de verano (curiosamente, suena mejor en inglés; una excepción, claro). Ahora es cuando la lasitud se impone, cuando los momentos se recrean con morosidad y memoria, cuando se tiende a dormir más de lo indicado, a olvidar más de la cuenta, a dejar que todo transcurra sin preguntar demasiado por las causas, sin tener mucho en cuenta las consecuencias. Tiempo de siestas, de faunos, de notas pesadas que se repiten en nuestros oídos, vía nuestra memoria. Es tiempo de dejadez y de abulia, de siestas infinitas, de cuerpos abiertos y anhelantes, de dilaciones consentidas, de viajes a territorios imaginados en otoño, en invierno, en primavera. Tiempo de frustraciones ante las expectativas creadas, de hallazgos impensados, de amores fugaces, de comidas pesadas y sobremesas eternas y espirituosas.
La fotografía nos muestra una joven desnuda que sueña o que se despereza, que tal vez se esté despertando o tal vez esté recuperando la consciencia, o que tal vez se disponga a sumergirse en lo más profundo, o puede que ansíe desaparecer. Muestra su cuerpo sin pudor, porque no es consciente de que la miramos. No sabe dónde está, aunque sí que puede reconocer el espacio que la circunda, que es siempre el mismo, siempre que ella no sueñe o fantasee, como hace, acaso, ahora. Su cuerpo nos señala el camino abierto, nos mueve a imitarla, a adormecerse, a soñar…

"El reposo", de Alfred Jean Boucher, en el Musée de Beaux Arts de Pau (Pyrénées Athlantiques, Aquitania, Francia)  
Julio, 2011 ----- Nikon d300


martes, 9 de agosto de 2016

LA SERPIENTE DE LA VANIDAD

Yo mismo podría decir que la vanidad entra en el cuerpo al igual que las serpientes en los campos de minas, arrastrándose y tanteando con sus vientres secos el palpitar incierto de una tierra asesina. Yo mismo lo podría decir, pero también, a continuación, apostillar que tengo muy bien enseñado a mi hato de ofidios, y en cuanto detectan una granada subterránea dejo que se suiciden por contacto, porque la vanidad no es más que un espejo deformante que sólo vale para uno mismo, que es el único con quien se puede ejercitar. Sin tomarla demasiado al pie de la letra, porque entonces el engaño sería aún mayor.

Del diario 
Palimpsesto del dubio y la aoristia (Entrada del 12 de Diciembre de 1995)

lunes, 8 de agosto de 2016

LA NIEBLA OCULTA MEJOR LA HUIDA



Es de madrugada. Apenas ha amanecido, y una intensa niebla lo cubre todo. Pero eso al pescador no le importa,; es más, casi lo agradece. Porque él va a pescar por otras razones, que no vienen al caso, aunque se podrían resumir en una sola palabra: huida (y la niebla favorece las huidas). Allí, lo que menos hace es pescar. Sí coloca con cuidado el cebo vivo en el anzuelo, sí arroja el sedal lo más largo que el plomo le permite, sí clava la caña en su lugar de siempre. Pero ahí lo deja todo a lo largo de la mañana. Su móvil, un libro bien encuadernado, un cuaderno negro sin rayas y una pluma cada día distinta y con una tinta diferente. No necesita más. No necesita música, radio, conversación o compañía. A lo largo de las horas, va alternando sus tareas. Revisa correos, la prensa, las revistas a las que está suscrito, algún mensaje suelto. Fundamentalmente, lee. A cada ratito, levanta la vista y piensa. No sabemos en qué, pero algunas veces, deja el libro al lado, y coge el cuaderno, donde escribe notas con lentitud. Tampoco conoceremos el destino de esas palabras, pero el rictus de su boca se relaja y se vuelve más amable, aunque sólo sea visto desde fuera. Retoma el libro y esta vez el transcurso es más largo. Cuando lo cierra, se queda mirando a lo alto de la caña, como si esperase un movimiento delator. Pero no busca eso, (de hecho, a veces pican y él hace como que no lo ve). En realidad, mira el extremo de la caña, como si fuera una mira telescópica para enfocar la mirada hacia quién sabe qué mundo lejano donde, tal vez, quisiera encontrarse. Sabe que no es posible, pero a menudo fantasea con ello. Por lo pronto, él se llega cada amanecer hasta el río, donde sabe que el silencio es infinito. La mañana lo irá envolviendo con sus horas pausadas, y hoy la niebla envuelve a la mañana. También le envuelven los recuerdos y algún proyecto que tiene entre manos. No necesita más.

Orilla del río en Peyrehorade (Landas, Aquitania, Francia)
Julio, 2016 ----- iPhone 6 Plus

domingo, 7 de agosto de 2016

RECIÉN SALIDO (MICRORRELATO)

Acabo de salir. No entiendo nada. Hay demasiado ruido. El sol no es tan brillante como esperaba. La gente corre demasiado. Los coches son más largos, resplandecen. Hay escaparates por todos lados. Las calles son más anchas. Las personas no me miran, aunque yo miro a las personas.  La mayoría sólo merecen un vistazo. Pero con algunas lo hago fijamente. Sigo sin entender demasiadas preguntas. En realidad, sigo sin entender por qué me vienen tantas preguntas. Por qué esa sensación de picazón en la lengua, después de insultar por lo bajo a ese guardia urbano. Por qué esa hinchazón en la entrepierna, sin venir a cuento. Por qué llevo todo el rato mirando escotes sin parar. Por qué sólo hablo conmigo mismo. Por qué no he pronunciado una sola palabra a nadie desde que me soltaron. No sé de qué sirven tantas preguntas si no consigo una sola respuesta. No sé por qué estoy pensando todo el rato, si lo único que me apetece ahora es comer hasta hartarme, y luego dormir una gran siesta, y luego follar hasta reventar y que no me reconociera ni a mí mismo. Pero pienso, y mientras lo hago, sólo puedo mirar cuanto me rodea y a quienes pasan a mi lado, sin reparar en mí. Pensar y mirar. Eso es lo que llevo haciendo los últimos once años, vigilado desde cerca por doctores y enfermeras. Es lo mismo. No entiendo nada. Sigo sin comprender la necesidad de que me echaran. Aquí hago lo mismo: pensar, mirar, y seguir triste. Y encima nadie me habla. Y aunque yo quisiera gritar bien alto, no sabría bien qué acabaría diciendo. Habría sido mejor que me dejaran quedarme, que me prorrogaran la estancia. Allí estaría igual de mal, pero dentro había responsables de que anduviera sin rumbo. Aquí, no; aquí estoy yo solo. Y mucho me temo que vaya a cometer cualquier locura.

Del libro inédito Micrólogos, 2012

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