1975 fue un año redondo. Por una parte, tiene lugar un hecho
capital en mi existencia. Por otro, muere Franco. De esto último, hablaré otro
día. Por aquel entonces, e iniciado mi último curso de la EGB, yo era un consumado
lector de tebeos que me bebía con la colaboración de alguna vecina y de adecuados
intercambios que en aquel entonces se podían efectuar en algunos quioscos.
Aunque haya quien no se lo crea, en aquellos años, por 10, 25 o 50 céntimos de
peseta, podías dejar el tebeo que quisieras, que podía ser uno tuyo, y llevarte
para siempre otro que no tuvieras o no hubieras leído aún. Si luego de haberlo
leído y releído, querías volver a cambiarlo, el proceso recomenzaba. Mi familia
no andaba sobrada de dinero, y mi madre controlaba la economía familiar con
rígido celo. Y yo siempre pedía más intercambios de los que me podían conceder.
Yo precisaba de forma constante más material que llevarme a
los ojos. Y esa ansia se la comunicaba a quien quisiera oírme. Mis padres lo
sabían, pero era como si oyesen llover. Mis amigos no es que no me escuchasen,
pero no entendían mi perentoriedad. Hasta que uno de ellos, Alfonso, que
durante varios años sería mi mejor amigo, se marcó una de las chulerías que más
impacto me produjeron en mi vida. Se extrañó de que no conociera la Biblioteca
Pública y, ufanándose, me relató la existencia de la posibilidad de hacerse
socio y poder ir allí a leer. Con los ojos como plazas de toros, le urgí a que
me contara todo lo que sabía. Con morosidad, como obteniendo cierto placer en
mi urgencia, me desgranó muy poco a poco los “secretos” de cómo hacerse “socio”
de tal institución. Los escollos a salvar eran ¡una foto de carné!, y unas
pocas pesetas, que, como es natural yo no tenía. Había que pasar por el filtro de
mi madre. Aunque luego todo consistió en labor de zapa y asedio. Mi madre, de
mano, decía que no a todo. Luego, ya iba viendo. Pero tras varias semanas, acabó accediendo.
Imagino que lo haría para verse liberada de mi insistencia, y porque acaso se
ahorraría algún dinero, si lograba tenerme entretenido por otros medios.
Pero lo mejor estaba por llegar. Cuando ya formalizados los
trámites, logré tener aquel carné -que aún conservo en casa de mis padres- y,
contentísimo, subí las escaleras que llevaban hacia el primer piso, a la sala
infantil, yo no cabía en mí de gozo. Recuerdo a la perfección aquel recinto, y
la cara del bibliotecario que guardaba su entrada, muy delgado y serio, pero
buen profesional. La luz lo inundaba todo, y las mesas, bajitas, estaban
rodeadas de unas sillitas en consonancia. También había unos pocos asientos
individuales, como silloncitos pequeños, que eran muy golosos, y que había que
esperar para lograr hundir los reales en ellos, pero que cuando se lograba, a uno
le costaba dejar el tebeo correspondiente para no perder la plaza.
En aquella sala yo entré en un universo propio lleno de
personajes salvajes, de obras infinitas, de versiones de los clásicos adaptadas
al cómic, todos ellos impensables para mí. Algunos viernes por la tarde y los
sábados por la mañana, aprovechando que iba mi madre a comprar a la plaza, yo
seguía camino e ingresaba en el palacio de la Biblioteca Pública de León, donde
las horas pasaban siempre demasiado deprisa, porque la sirena de cierre me
sorprendía siempre en alguna aldea de irreductibles galos, o con la última
chapuza de Pepe Gotera y Otilio, o con tantos y tantos personajes y mundos que
ahora se me han difuminado, pero que crearon el humus del que mi voraz apetito
fue dando cuenta para dar saltos cuantitativos y de mayor envergadura cada vez,
hasta ser el lector que hoy soy.
Mi amigo Alfonso estaba muy orgulloso de haber sido quien me
trasladó el secreto de aquella institución. Y un buen día me asestó un golpe certero,
definitivo, que lo inmortalizaría ya para siempre en mi memoria: “Por cierto, ¿tú
sabes que hay una sala de préstamo, y que te puedes llevar libros a casa?”