sábado, 3 de septiembre de 2016

TRES HERIDAS CONTRA LA PETULANCIA HUMANA (RELIGIOSA)

El ser humano comenzó creyéndose el rey del universo. Sus religiones animistas no lo proclamaban así, cierto, pero en cuanto las monoteístas cambiaron el modo de mirar, el ego humano creció enteros a velocidad hipersónica. De ese modo, el ser humano había nacido -creado- en la Tierra, que era el centro del Universo, y todo giraba en torno a ella. También era un ser bien petulante, modelado por los dioses a su imagen y semejanza, divinos en esencia, aunque con alguna tara para diferenciarse de los hacedores, claro está. También, era dueño de sus destinos y controlaba su existencia gracias a su prodigioso cerebro. La vida del ser humano no era idílica, pero era la superior posible, ligada a los dioses supremos, y dominadora de la Tierra y sus posesiones, tanto animales, como vegetales o minerales. 

Pero resultó que no. Que esa concepción geocéntrica, antropocéntrica, divinoide y autónoma fue recibiendo heridas de muerte que fueron reduciendo constantemente los humos de la criatura que, eso sí, más ha hecho por destrozar el planeta que habita.

La primera herida apareció bien pronto, ya con Eratóstenes de Cirene (s. III a.C.), pero tardó en extenderse la idea, hasta el descubrimiento de América por Colón (s. XV), la circunnavegación del globo por Elcano y las ideas Copérnico (s. XVI), más las confirmaciones aplastantes de Ticho Brahe, Kepler y Galileo (s. XVII). La Tierra no era un mundo plano en el centro del Universo visible, sino que era un planeta esférico más que orbitaba en torno a su estrella nutricia, el sol.

La segunda herida llegó ya en el XIX, cuando un biólogo prudente pero tenaz y concienzudo (Charles Darwin), comprobó que las especies no habían tenido siempre la misma apariencia, sino que habían evolucionado de las más inferiores y simples hasta las mayores y más complejas. De ese modo, se abría la puerta a la investigación que traería como resultado la comprobación de que no había habido sólo un ser humano, sino que había habido varios, que habían evolucionado unos de otros, o bien desde distintas ramas, pero que, en definitiva, no éramos la misma especie que hace muchos miles de años. La ciencia arqueológica terminaría de profundizar en esta herida cuando se comprobó que muchas de las líneas evolutivas eran inferiores en tamaño, capacidades y logros; que otras se cerraban sin continuidad, y aparecían otras sin relación, lo cual añadía mucho misterio al asunto. Por último, se demostraría que el ser humano habría sido uno de los últimos animales en aparecer y en cambiarse adaptativamente al entorno, por lo que su evolución dista mucho de ser tan perfecta y "adaptada" como la de otros seres vivos más antiguos y simples.

El tercer terremoto asestado a la prepotencia humana vendría del lado de lo único que le quedaba incólume hasta la fecha: su capacidad de pensar, su raciocinio y su autocontrol. Pues bien, un psiquiatra austríaco morfinómano y obsesionado con el sexo, demostró que nuestra mente tiene zonas que escapan a nuestro control, lo que él llamó “ello”, asociado a reacciones instintivas autónomas e irracionales, que desarmaron por fin todo el tinglado que argumentaba que el ser humano era la joya de la corona del reino animal sobre la Tierra.

Últimas investigaciones han demostrado que ni siquiera el Sistema Solar es centro de nada, sino que es una parte alejada de una galaxia más, entre unos cuantos miles de millones de ellas, a mayores; ítem más, se van descubriendo exoplanetas, que acreditan la hipótesis de que existan más mundos con la posibilidad de vida, además de la que albergamos en el nuestro. Y lo más reciente, que viene a arrumbar lo poco que queda del antiguo arsenal de petulancias, es que la neurobiología está a punto de demostrar que la voluntad, que el libre albedrío no sería tal, sino que vendríamos muy condicionados por unas pulsiones neuronales autónomas que nada tendrían que ver con la individualidad o la decisión personal. 

Así que ¿qué nos queda de toda la tontería que hemos ido propalando desde el inicio de los tiempos? Conviene comprender bien esta desacralización progresiva para que cuando alguien nos venga con afirmaciones apodícticas, inamovibles o “porque sí”, le mandemos directamente al exilio de nuestros pensamientos. Pues huir, lo que se dice huir, ya no podemos hacerlo a ningún lugar.

jueves, 1 de septiembre de 2016

CREPÚSCULO, ANTESALA DE LA NOCHE, DE LA VIDA





Cuando muere el día, resucitan las sombras y quienes con ellas apuran mejor la vida. Cuando el crepúsculo lo tiñe todo de tonos cambiantes, la sonrisa se dibuja en aquellos que soportan mal la vida cotidiana, la que todos esperan, la iluminada con esperable claridad. Al atardecer, ciertos seres se despiertan, se desperezan, crean planes. No son en su mayoría, como el común piensa, planes violentos u oscuros. Son sólo posibilidades alternativas. Modos diferentes de captar la luz, de entender los gestos, de apurar los instantes. Diferencias en la manera de desear, de pensar, de crear. Todo cobra otra dimensión que algunos alcanzan a captar con una libertad algo insultante para quienes no comulgan con la oscuridad. La noche, a la que el crepúsculo precede, es un universo tan distinto, tan complementario, que se diría que es otra vida del revés. Lo cierto es que es la vida, simplemente. La vida al completo, en su absoluta y fascinante plenitud.

Crepúsculo en Mojácar (Almería, Andalucía, España)
Marzo, 2016 ----- Panasonic Lumix G6

miércoles, 31 de agosto de 2016

500 AÑOS ATRÁS (MICRORRELATO)

La sentencia ha sido firme: culpable. Yo ya lo sabía, lo supe siempre. Me arriesgué, asumiendo las consecuencias. Pero hay cosas que no se pueden elegir: van con uno mismo, o eso quiero pensar. Culpable sin atenuantes de posesión de libros de papel, de una impresionante biblioteca de más de doscientos ejemplares. Todos ellos, ejemplares raros, prohibidos, ocultos durante años en una unidad escamoteable de mi cubículo. Sin embargo, las leyes emitidas por la Gran Autoridad son taxativas a este respecto: sólo está permitida la lectura de los textos digitales autorizados. Dichas leyes son duales también, porque, prohibida la pena de muerte desde 2079, la pena oscila entre la inducción temporal o definitiva de un estado vegetativo, y el destierro en el tiempo (variables ambas, dependiendo de la gravedad del delito); la disyuntiva es menos grata de lo que parece en un primer momento. Pensé con rapidez. Una vez que elegí la segunda opción, la condena fue emitida de seguido: 500 años de retroceso, sin posibilidad de apelación. Un miembro del Consejo Regulador de Delitos, con cierta conexión con el lumpen intelectual del planeta, mostró cierta clemencia, y me ofreció un último deseo razonable que pudiera atenuar la gravedad de la condena, por mi ausencia de antecedentes reseñables. Apenas lo dudé. Solicité la inserción cerebral de un nanoimplante panlingüístico. Preguntadas las razones de esa necesidad, argumenté un deseo inveterado de viajar y para poder desenvolverme por mi cuenta. Pese a la irregularidad de la petición, fue aceptada. Ahora, un mes después, me dispongo a entrar ya en la cápsula transportadora. Tengo miedo, no lo oculto. Pero me animo a continuación con las perspectivas que hallaré en esa época remota. Al fin y al cabo, para el verano de 1616 los tres genios más grandes de la Literatura universal habían muerto ya, toda su obra estaba ya escrita, y mi principal tarea será rastrear en las librerías de Madrid, Burdeos o Londres. Un tesoro inagotable de obras de Cervantes, Shakespeare o Montaigne me aguardan de nuevo. Y podré leerlas en ediciones príncipe, y en su idioma original.

Del libro inédito Micrólogos, 2012

martes, 30 de agosto de 2016

RECURRENTE TENTACIÓN




Por los corredores del claustro, los monjes transitan pausadamente, mientras leen. Alguno piensa, aunque sabe que a determinadas horas no está permitido. Pero piensa. Las galerías del claustro son recorridas un número infinito de veces, como se rezan las jaculatorias o los mantras, para que con la repetición, las mentes vuelen, se abstraigan, se purifiquen. Pero ese monje piensa y recuerda. Y cuando lo hace, la lectura se le escapa de las manos, y pareciera que sus pasos se vuelven más lentos y torpes. De súbito, la campana toca a completas, y el recuerdo se desvanece de golpe. El descanso se acerca, tras la dura jornada. Pero el monje nostálgico sabe que la tarde y la noche se sucederán sin transición, porque aquellos ojos se han vuelto a asomar a su memoria, y que aquel cuerpo, presentido y ansiado, jamás tocado, se hará presente en sus sueños de nuevo. Sabe que el pecado le aguarda. Sabe que no debe y que no puede siquiera imaginar. Pero mientras, cabizbajo y derrotado, cierra el libro y se dirige a su celda, intuye que esa noche, como tantas, volverá a dejarse ir. Entonces se le marca en el rostro una sonrisa leve, llena de significado. Y la celda se ilumina de nuevo.

Claustro de la Catedral de Nôtre-Dame de Saint Bertrand de Comminges (Haute Garonne, Midi-Pyrénées, Francia)
Julio, 2009 ----- Nikon d300

domingo, 28 de agosto de 2016

HITOS DE MI ESCALERA (7)

Las primeras vacaciones de que tengo recuerdo no fueron las de Laredo, pero sí fueron las que tuvieron una trascendencia relevante, de consecuencias inmediatas. Yo tenía diez años recién cumplidos, y hacía tres que vivíamos en León.

Fueron unas vacaciones atípicas. En primer lugar, por realizarlas conjuntamente con más personas (mis tíos de Burgos y sus dos hijos, más pequeños que nosotros; y una prima mayor, que, ésta sí, nos acompañaría muchos años en los viajes de verano), aunque sería la primera, y la última. En segundo lugar, porque era la primera vez que alcancé la conciencia de que yo era alguien individual, y mi familia –incluidos mis padres y hermano- estaba constituida por seres diferenciados de mí. En tercer lugar, porque, hábilmente instruido por mi prima mayor, incurrí en un vicio que mantuve un tiempo: robar; mi especialidad, en Laredo fueron las pelotas de tenis de una pista que se encontraba bajo la terraza de donde nos alojábamos, que yo divisaba cuando se extraviaban, y luego bajaba a recolectar tranquilamente; también, los tebeos de los kioscos, que yo devoraba a mayor velocidad de lo que mis padres y familiares podían permitirse comprarme (cayeron algunos “Súper Mortadelo” y otros ejemplares “especiales” y más caros). En cuarto lugar, porque comprendí que la buena voluntad no es suficiente para la convivencia apacible, y que los intereses de las familias suelen diferir, sobre todo si sus hijos manifiestan cierta incompatibilidad de caracteres. En quinto lugar, porque confirmé (tras varias sospechas anteriores) que mi familia carecía de la sensibilidad intelectual y artística que yo tenía, lo cual comprobé ante la cruda indiferencia que manifestaba todo el mundo por mis progresos pictóricos de una caja que me habían regalado (IniciArte, que incluía pinceles, una veintena de pocillos de pintura, y cuatro láminas divididas en espacios que había que rellenar con el color del número correspondiente). Pero, sobre todo, las vacaciones de Laredo pasaron a mi imaginario personal con todos los honores porque fue donde aprendí a nadar.

Ocurrió de la manera más tonta, como suele suceder. Nos encontrábamos en la fantástica playa de Laredo, donde cubre poco y el oleaje es muy manso (no en vano la llaman la “playa de los niños”). Yo estaba con otro niño que había conocido esos días. Este niño tenía algo que yo no, y que apetecía con creciente ansiedad: tenía gafas de bucear, tubo y aletas. Durante varios días le había rogado que me las dejara un poco para ver cómo se veía el fondo y los pececillos, que por allí abundaban, pese a la presencia humana. Se había negado siempre, alegando prohibiciones familiares. Pero aquel día cedió: “sólo un momento, ¿eh?, que mi madre me vigila”. Accedí encantado, pero sólo me puse las gafas y el tubo. Como no sabía nadar, me conformé con ponerme en situación horizontal en un lugar donde no cubría mucho. Al poco, me descubrí desplazándome por encima del agua y sin que mis pies tocaran la arena. Me levanté asustado y muy excitado. Volví a probar, con las gafas, y el fenómeno se repitió. ¡Yo flotaba! Y si movía las manos y los pies, avanzaba un poco. Le devolví las gafas y el tubo al chiquillo, y probé a hacerlo con los ojos cerrados y ¡nadé por primera vez! Mi miedo tradicional se desvaneció (de niño fui siempre muy tímido y miedoso), y el resto de las vacaciones ya sólo tuvo como recuerdo primordial los muchos ratos que pasé en el agua comprobando cómo el principio de Arquímedes se aplicaba con exactitud, aunque yo aún no lo conociera. Y aunque a nivel familiar, aquellas vacaciones en esencia fueron un desastre (mis tíos y primos se marcharon antes de acabar la quincena prevista), yo comencé una nueva era como niño-nadador-sin-más-miedo-al-agua-del-estrictamente-imprescindible.

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