Nuestros políticos no nos quieren. Sólo nos necesitan. Somos
su escalón intermedio entre la vida real y la que ellos crean en su entorno. Para
ello, sólo precisan salir elegidos en un momento concreto. Y para ello no
reparan en gastos (propios o robados) con los que acabar induciendo al
ciudadano de a pie para que el papelito introducido en la urna lleve sus siglas.
Tampoco se contienen en traspasar el delgado límite de la legalidad y de la
ética más elementales. El objetivo es el poder. Una vez logrado el mismo, los
intereses de los ciudadanos pasan a un tercer o cuarto plano.
Podríamos decir que en toda la etapa democrática reciente -aún
breve-, el PP español es el partido que más ha incumplido cuanto prometió en su
campaña antepenúltima, la que le otorgó la confianza de los españoles con una
incontestable mayoría absoluta. Todo el mundo lo sabe. Aun así, ello no ha sido
óbice para que después de 4 años de gobierno salpicados de escándalos de todo
tipo, de tropelías legales inauditas, del saqueo continuado del aparato público
del estado, de la prepotencia atribuible a los cretinos, de comprobar que
cuanto se prometió se incumplió taxativa y metódicamente, el partido gobernado
por el más incapaz de los presidentes de la joven democracia española volviera
a ganar a sus rivales, no una, sino dos veces consecutivas (diciembre del
pasado año y junio del presente). Entre sus fieles fanáticos y los miembros de
sus redes clientelares, a los que añadiríamos los temerosos de todo cambio y
los que antes de votar otras opciones alternativas, son capaces de votar a los
compañeros de la mayor organización mafiosa que ha visto este país en los
últimos 40 años, juntos, entre todos han logrado el milagro que cualquiera con
dos dedos de frente tildaría de desatino.
Pero no es cosa de criticar sólo a los que actualmente gobiernan.
Porque el segundo partido más grande, el PSOE, que ha dirigido este país en la mayor
etapa de modernización que nuestra historia recuerda, se desangra entre
guerracivilismos intestinos y navajeros, que provocan sonrojo ajeno a quien
contemple los modos, las formas, las acciones, los hechos, las caras, las
declaraciones y cómo el panorama se ennegrece a medida que pasan los días.
Porque este partido, cuya organización debería estar -como
todos, por descontado- al servicio del bienestar del país y de sus habitantes,
antes que pensar en estos últimos, invierte su tiempo en producir más y más aspirantes
a ser califa en lugar del califa, pero que no llegan a decirlo en voz alta, no
sea que se noten sus intenciones, y el efecto sorpresa/anestesiante se evapore
antes de tiempo. En vez de eso, prefieren unos asesinar políticamente a su
jefe, traicionando lealtades y alimentando banderías y rencillas de patio de
colegio, mientras su patrón, inasequible al desaliento, va a piñón fijo en su
andadura monolítica con la única intención de salvar el puesto, cueste lo que
cueste, y caiga quien caiga. De momento, ya han caído varios. No se descarta
que él sea el próximo.
Y es que nuestros políticos no nos quieren. Los políticos
españoles sólo nos utilizan para lograr sus prebendas particulares, su “puesto
de trabajo”, y lo de mejorar la vida de los ciudadanos son fruslerías
idealistas de gente que “no está al loro de lo que se cuece”. Yo tampoco les
quiero ya desde hace mucho. Desde hace mucho también, dejé de votarles. Pero es
que ahora han logrado incluso que me plantee dejar de ir a votar.