El ser humano comenzó creyéndose el rey del universo. Sus religiones animistas no lo proclamaban así, cierto, pero en cuanto las monoteístas cambiaron el modo de mirar, el ego humano creció enteros a velocidad hipersónica. De ese modo, el ser humano había nacido -creado- en la Tierra, que era el centro del Universo, y todo giraba en torno a ella. También era un ser bien petulante, modelado por los dioses a su imagen y semejanza, divinos en esencia, aunque con alguna tara para diferenciarse de los hacedores, claro está. También, era dueño de sus destinos y controlaba su existencia gracias a su prodigioso cerebro. La vida del ser humano no era idílica, pero era la superior posible, ligada a los dioses supremos, y dominadora de la Tierra y sus posesiones, tanto animales, como vegetales o minerales.
Pero resultó que no. Que esa concepción geocéntrica, antropocéntrica, divinoide y autónoma fue recibiendo heridas de muerte que fueron reduciendo constantemente los humos de la criatura que, eso sí, más ha hecho por destrozar el planeta que habita.
La primera herida apareció bien pronto, ya con Eratóstenes de Cirene (s. III a.C.), pero tardó en extenderse la idea, hasta el descubrimiento de América por Colón (s. XV), la circunnavegación del globo por Elcano y las ideas Copérnico (s. XVI), más las confirmaciones aplastantes de Ticho Brahe, Kepler y Galileo (s. XVII). La Tierra no era un mundo plano en el centro del Universo visible, sino que era un planeta esférico más que orbitaba en torno a su estrella nutricia, el sol.
La segunda herida llegó ya en el XIX, cuando un biólogo prudente pero tenaz y concienzudo (Charles Darwin), comprobó que las especies no habían tenido siempre la misma apariencia, sino que habían evolucionado de las más inferiores y simples hasta las mayores y más complejas. De ese modo, se abría la puerta a la investigación que traería como resultado la comprobación de que no había habido sólo un ser humano, sino que había habido varios, que habían evolucionado unos de otros, o bien desde distintas ramas, pero que, en definitiva, no éramos la misma especie que hace muchos miles de años. La ciencia arqueológica terminaría de profundizar en esta herida cuando se comprobó que muchas de las líneas evolutivas eran inferiores en tamaño, capacidades y logros; que otras se cerraban sin continuidad, y aparecían otras sin relación, lo cual añadía mucho misterio al asunto. Por último, se demostraría que el ser humano habría sido uno de los últimos animales en aparecer y en cambiarse adaptativamente al entorno, por lo que su evolución dista mucho de ser tan perfecta y "adaptada" como la de otros seres vivos más antiguos y simples.
El tercer terremoto asestado a la prepotencia humana vendría del lado de lo único que le quedaba incólume hasta la fecha: su capacidad de pensar, su raciocinio y su autocontrol. Pues bien, un psiquiatra austríaco morfinómano y obsesionado con el sexo, demostró que nuestra mente tiene zonas que escapan a nuestro control, lo que él llamó “ello”, asociado a reacciones instintivas autónomas e irracionales, que desarmaron por fin todo el tinglado que argumentaba que el ser humano era la joya de la corona del reino animal sobre la Tierra.
Últimas investigaciones han demostrado que ni siquiera el Sistema Solar es centro de nada, sino que es una parte alejada de una galaxia más, entre unos cuantos miles de millones de ellas, a mayores; ítem más, se van descubriendo exoplanetas, que acreditan la hipótesis de que existan más mundos con la posibilidad de vida, además de la que albergamos en el nuestro. Y lo más reciente, que viene a arrumbar lo poco que queda del antiguo arsenal de petulancias, es que la neurobiología está a punto de demostrar que la voluntad, que el libre albedrío no sería tal, sino que vendríamos muy condicionados por unas pulsiones neuronales autónomas que nada tendrían que ver con la individualidad o la decisión personal.
Así que ¿qué nos queda de toda la tontería que hemos ido propalando desde el inicio de los tiempos? Conviene comprender bien esta desacralización progresiva para que cuando alguien nos venga con afirmaciones apodícticas, inamovibles o “porque sí”, le mandemos directamente al exilio de nuestros pensamientos. Pues huir, lo que se dice huir, ya no podemos hacerlo a ningún lugar.