Las primeras vacaciones de que tengo recuerdo no fueron
las de Laredo, pero sí fueron las que tuvieron una trascendencia relevante, de
consecuencias inmediatas. Yo tenía diez años recién cumplidos, y hacía tres que
vivíamos en León.
Fueron unas vacaciones atípicas. En primer lugar, por
realizarlas conjuntamente con más personas (mis tíos de Burgos y sus dos hijos,
más pequeños que nosotros; y una prima mayor, que, ésta sí, nos acompañaría
muchos años en los viajes de verano), aunque sería la primera, y la última. En segundo
lugar, porque era la primera vez que alcancé la conciencia de que yo era alguien individual,
y mi familia –incluidos mis padres y hermano- estaba constituida por seres
diferenciados de mí. En tercer lugar, porque, hábilmente instruido por mi prima
mayor, incurrí en un vicio que mantuve un tiempo: robar; mi especialidad, en
Laredo fueron las pelotas de tenis de una pista que se encontraba bajo la
terraza de donde nos alojábamos, que yo divisaba cuando se extraviaban, y luego
bajaba a recolectar tranquilamente; también, los tebeos de los kioscos, que yo
devoraba a mayor velocidad de lo que mis padres y familiares podían permitirse comprarme
(cayeron algunos “Súper Mortadelo” y otros ejemplares “especiales” y más
caros). En cuarto lugar, porque comprendí que la buena voluntad no es
suficiente para la convivencia apacible, y que los intereses de las familias
suelen diferir, sobre todo si sus hijos manifiestan cierta incompatibilidad de
caracteres. En quinto lugar, porque confirmé (tras varias sospechas anteriores)
que mi familia carecía de la sensibilidad intelectual y artística que yo tenía,
lo cual comprobé ante la cruda indiferencia que manifestaba todo el mundo por
mis progresos pictóricos de una caja que me habían regalado (IniciArte, que
incluía pinceles, una veintena de pocillos de pintura, y cuatro láminas
divididas en espacios que había que rellenar con el color del número
correspondiente). Pero, sobre todo, las vacaciones de Laredo pasaron a mi
imaginario personal con todos los honores porque fue donde aprendí a nadar.
Ocurrió de la manera más tonta, como suele suceder. Nos encontrábamos
en la fantástica playa de Laredo, donde cubre poco y el oleaje es muy manso (no
en vano la llaman la “playa de los niños”). Yo estaba con otro niño que había
conocido esos días. Este niño tenía algo que yo no, y que apetecía con creciente ansiedad: tenía
gafas de bucear, tubo y aletas. Durante varios días le había rogado que me las
dejara un poco para ver cómo se veía el fondo y los pececillos, que por allí
abundaban, pese a la presencia humana. Se había negado siempre, alegando prohibiciones familiares. Pero
aquel día cedió: “sólo un momento, ¿eh?, que mi madre me vigila”. Accedí
encantado, pero sólo me puse las gafas y el tubo. Como no sabía nadar, me
conformé con ponerme en situación horizontal en un lugar donde no cubría mucho.
Al poco, me descubrí desplazándome por encima del agua y sin que mis pies
tocaran la arena. Me levanté asustado y muy excitado. Volví a probar, con las
gafas, y el fenómeno se repitió. ¡Yo flotaba! Y si movía las manos y los pies,
avanzaba un poco. Le devolví las gafas y el tubo al chiquillo, y probé a
hacerlo con los ojos cerrados y ¡nadé por primera vez! Mi miedo tradicional se desvaneció (de
niño fui siempre muy tímido y miedoso), y el resto de las
vacaciones ya sólo tuvo como recuerdo primordial los muchos ratos que pasé en
el agua comprobando cómo el principio de Arquímedes se aplicaba con exactitud, aunque
yo aún no lo conociera. Y aunque a nivel familiar, aquellas vacaciones en esencia fueron
un desastre (mis tíos y primos se marcharon antes de acabar la quincena
prevista), yo comencé una nueva era como niño-nadador-sin-más-miedo-al-agua-del-estrictamente-imprescindible.