El bicho ya estaba cocido, y dispuesto boca abajo, listo
para ser fotografiado con vistas a ser expuesto donde procedía. Pero, de
pronto, como movido por un impulso telúrico, se levantó sobre su trasero y se
irguió extendiendo sus ocho patas del modo más amenazante que supo. El susto
que nos dio fue de tal calibre, que al echarnos a un lado, tiramos el trípode y
se nos cayó una de las cámaras. El centollo se mantuvo así un rato. De vez en
cuando sus pinzas se movían lentamente, como advirtiendo del peligro de que nos
acercáramos. Estuvo así levantado el suficiente tiempo para que con la otra
cámara pudiéramos inmortalizar el evento. Luego, sin salir aún de nuestro
asombro, poco a poco, como perdiendo una energía que a saber de dónde la había
absorbido, se fue echando sobre su abdomen, para adquirir la posición de la que
había partido. Lo miramos de cerca y lo movimos con cuidado, como si aún no nos
fiáramos del todo de que no pudiera darnos otro susto como hacía un rato. Pero,
no. Y desde esa posición lo cogimos, lo vaciamos, y nos lo comimos. Cierto es
que con un placer que no fue el de otras veces. El disgusto por la cámara
lesionada y la venganza que nos brotaba a cada bocado nos restó buena parte del
disfrute. Eso sí, de él no quedó más que el esqueleto y algunos vellos de
inaceptable digestión.
Centollo gallego
hembra (La Coruña, Galicia, España)
Noviembre, 2016 -----
Nikon d5200
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