sábado, 20 de junio de 2015

JUZGAR A LOS ALUMNOS

Por estas épocas regresa a mí el particular malestar que mi profesión me procura unas pocas veces al año (habitualmente, tres o cuatro), cuando tengo que evaluar a mis alumnos y ponerles una nota. Porque lo que tengo que hacer, en realidad, es establecer un juicio: o sea, juzgar.

Yo nunca quise ser juez, pero mi profesión me obliga a ello. No es nada malo, pero a mí me provoca malestar siempre. En algunos casos, hasta me provoca discusiones, broncas, desplantes, disgustos, enfrentamientos, etc. Esto es así porque, como humano inteligente que soy, pienso que puedo fallar en el juicio, y eso me desazona. Los humanos cretinos o malvados, no contemplan jamás el error en sus dictámenes, y por tanto a ellos no les acucia este problema. En cambio yo, cuando pongo una nota al final de un curso, aun sabiendo que según los parámetros establecidos, y recogidos en la programación didáctica correspondiente, son los correctos, me queda siempre un asomo de duda sobre si ese simple número sin decimales refleja lo que esa persona ha llevado a cabo a lo largo de esos nueve meses largos.

Este año me provocaron ese desasosiego dos casos concretos. El de un alumno de 2º de bachillerato, quien, a medida que transcurría el curso, me planteó un neto pulso del tipo: “¿cómo me vas a dejar con una sólo?”. Y el de una alumna muy jovencita, de 1º de la ESO, que se ha esforzado todo el año, ha hecho cuanto se le ha pedido, pero por sus limitaciones no llegaba más que a atisbar algún 4 de vez en cuando, y a la que, como al anterior, sólo le quedaba la mía.

Los dos casos se parecen, pero no pueden ser más distintos. Sólo les une su condición de única asignatura pendiente. Lo demás difiere por completo. En actitud (la de la chica ha mostrado a sus 12 años mucha mayor madurez, responsabilidad y capacidad de esfuerzo, que el otro a los 18). En circunstancias familiares (los padres de la chica han estado preocupados todo el año por ella, y han seguido de cerca el proceso; los del chico no se dignaron a hablar con tutor o conmigo en ningún momento hasta la fecha). En consecuencias académicas (un suspenso en 1º de la ESO es muy asumible, se puede pasar al curso siguiente; uno en 2º de bachillerato, te deja un año repitiendo con una materia, perdiendo muchas posibilidades de matriculación y/o laborales). En consecuencias psicológicas (que no requieren mayor comentario). Y más etcéteras (que tampoco lo precisan).

Ante ello, hay que tomar una determinación, esto es: un juicio. En el caso de la chica, opté por encomendarme a las compañeras del departamento de orientación, quienes recomendaron su aprobado excepcional atendiendo a razones psico-pedagógicas. Propusieron también una serie de tareas que ella cumpliría durante el verano. Acepté su consejo sin pestañear, y así quedó aprobada, a la espera de lo que suceda el curso que viene, donde, probablemente la exigencia del recorrido haga que se estrelle contra su muro personal. O no. ¿Quién sabe?

En el caso del chico, me decidí por ratificarme en la nota puesta al principio, y dejar su asignatura pendiente, con lo que debería repetir con ella tan sólo. Un despropósito, tal vez, pero que él mismo se había buscado por su indolencia, su pereza, su desinterés (y el de sus padres), su mala estrategia y tu torpeza táctica. Seguramente, eso le sirva de lección. O no. ¿Quién puede saberlo?

Ambas calificaciones intensifican mis zozobras sobre mi labor de juez. Jamás sabremos qué efectos habrían tenido decisiones contrarias. Por eso, no quiero juzgar. Sólo deseo enseñar (a quienes se dejen) y educar (a cuantos me asignen en cada grupo).

domingo, 7 de junio de 2015

UN DESEO FUGAZ, AUNQUE RECURRENTE


Regresaba de caminar, y poco antes de doblar la esquina de la calle donde viven mis padres, recalé en esta pintada. No la había visto otras veces, de modo que deduzco que es cosecha de estas últimas elecciones celebradas el mes de mayo. Por fortuna, llevaba encima el móvil, y no dudé en hacerle una foto, porque su mensaje impacta nada más verse. ¡Vaya si impacta!

No hay nada que explicar sobre lo que plantea, porque el mensaje es lapidario (y nunca mejor dicho), pero es conveniente resaltar que quien realizó la pintada tuvo un amago de gusto por la aliteración que no conviene soslayar. No es ya que alguien suelte un exabrupto en la pared de un edificio en un barrio de extracción social media; es que quien se tomó el trabajo de realizarlo, debió entender que la pintada en sí no valdría tanto si no le añadía algo de “literatura”, por si acaso. Y es verdad que las tildes no se hallan donde debieran, y que las admiraciones finales a la inglesa, revelan la abusiva influencia de los breves mensajes que inundan las redes sociales; pero el subrayado de la palabra final compensa las deficiencias acuciadas por la prisa.

Paro y paredón no tienen semánticamente mucho que ver (como no sea que con el procedimiento drástico del paredón se podría reducir el paro; pero parece algo extremista y de dificil consenso aun entre políticos neoliberales). Sin embargo, por arte del grafitero en cuestión ambos vocablos nos remiten de golpe a un deseo popular de determinados sectores que convergen en dos castigos tremendos que parte de los ciudadanos desearía aplicar a los políticos en general, y a algunos -seguramente- en particular. Viene a decir que los políticos se merecen quedarse sin empleo (y así experimentar lo que tantos en los últimos tiempos), y también que, ya puestos, todos se han hecho acreedores de un fusilamiento en serie.

Lo que el enfadado pintor clandestino plantea es irrealizable. Pero, por un instante, uno se suma siquiera momentáneamente a la salvajada que comporta ese desiderátum. Aunque sólo fuera porque lleva uno varios años aguantando embestidas llenas de ignominia, a cual más sobresaliente, en una carrera loca para hallar un latrocinio más vejatorio o un escándalo más impactante, para ver quién dice el dislate más provocador, o comprobar de dónde se sacan la última idea con que esquilmar las arcas públicas, buscando cómo amargar más la vida del ciudadano medio, intentando el más difícil todavía en el arte del engaño y la truculencia. Aunque sólo fuera porque uno ya no aguanta más (incluida la pasividad que permite que los golfos apandadores campen a sus anchas, sin miedo a represalias suficientemente coercitivas), aunque sólo fuera por el hartazgo que la situación política de los últimos años ha sobrepasado sus límites razonables, aunque sólo fuera por eso, uno, hoy, ha mirado esa pintada, le ha hecho la foto, ha guardado el móvil y brotaba de dentro una sonrisa sardónica que venía a significar una palabra tan sólo: ojalá.

Pintada en una pared de la calle Cinco de Mayo (León, Castilla y León, España)
Junio de 2015 ----- Cámara de iPhone 6 Plus

jueves, 4 de junio de 2015

SIEMPRE HAY ALGUIEN AHÍ FUERA

A menudo me entretengo pensando en cuál es mi defecto principal. Con frecuencia concluyo que sería mi egoísmo inveterado. Pero demasiadas personas me acotan diciéndome que no, que quizá en el pasado, pero que hoy, a pesar de todo, no sería mi principal defecto. No concluyen que no lo sea, sino que no sería lo que más problemas me acarrearía. Lo cual me deja tranquilo sólo a medias. Aun así, después de darle muchas vueltas a la cuestión, y deshojando varios árboles de miserias variadas, doy en afirmar que mi principal defecto es mi tendencia insuperada a la procrastinación. Como no todo el mundo conoce esta palabra tan fea, aclararé que se trata de una dilación habitual de las tareas obligatorias, un aplazamiento de tramo en tramo, dejando para mañana lo que debería hacer hoy (o ayer). En mi caso, afecta sobre todo a la corrección de exámenes, a la redacción de actas, a los trámites bancarios, a la preparación de equipajes, a la limpieza de determinadas partes de la casa... En fin, algo habitual entre avezados miembros del club. No obstante, el aplazamiento constante de esas tareas engorrosas, no sólo no afecta en exceso a mi modo de vida habitual, sino que en algún caso, hasta me regodeo en ello y le otorgo cierto marchamo de distinción. Luego, no debería considerarlo como un defecto en última instancia.

Sin embargo, cuando esa procrastinación afecta a lo más sagrado, a la zona de mi creatividad literaria o fotográfica, es cuando la desesperación puede llegar a anidar a mi lado de manera sospechosamente persistente. Y me pasa con frecuencia. Sobre todo, con este blog.

Esta bitácora personal, pretendía aunar los universos que más hacen entrechocar mis neuronas: las imágenes y las palabras; ambas con un sentido artístico o, al menos, estético. Y a fe que lo ha conseguido. Lleva varios años funcionando. Con peros, sin embargo. Ha acumulado muchos altibajos en su calidad, propios de una bipolaridad aún no diagnosticada. También se detecta demasiada irregularidad temporal, constatable a poco que se revise el historial de entradas.

Y es que resulta difícil escribir o mostrar fotografías cuyo impacto en quienes me leen o me siguen muy pocas veces se concreta. Lo cierto es que yo tampoco predico con el ejemplo, pero eso resulta secundario ahora. El caso es que muchas veces uno tiene la dulce tentación de escribir sobre algo que ha sucedido o que haya inventado, o algo pensado con cierta asiduidad, o sólo buscar un juego con las palabras; o tan sólo sacudirse unas ironías del escondrijo interior, que siempre viene bien para airear las entretelas. Muchas veces tengo esa tentación, digo, pero la mayoría de ellas acabo no haciendo nada. Sobre todo en los últimos tiempos. Para qué, me digo, si nadie me lee, si nadie contempla mis fotos. Y la tarde o la noche discurren por derroteros más trillados, más convencionales, más olvidables.

Sin embargo, incurro en un error de bulto, y hasta peco de injusto. Porque siempre hay alguien ahí fuera que lee lo que uno escribe, que disfruta con las imágenes que uno ha captado o creado. Y si no lo demuestran, no significa que no suceda. Y hay pruebas de ello. Hoy, una compañera muy querida me ha hecho notar que ayer leyó con gran deleite lo que aquí dejé escrito. Y no dijo sólo un “me gustó mucho”. Fue desmenuzando, cual crítica literaria, las partes de que constaba, lo que cada una de ellas le fue sugiriendo, lo cual demostró un nivel elevado de lectura consciente. Incluso fui interrogado sobre el método de escritura de esos párrafos. Ni que decir tiene que, además de con el café y el pincho, hoy engordé mucho más que otros días, gracias a su compañía y a su sorprendente revelación. Y aunque esas charlas de café suelen tener mucho humor y mucho caos temático, yo hoy por dentro lloraba, y mucho. De felicidad, claro. ¿Cabe mejor excusa para que entierre definitivamente mi procrastinación en lo más profundo del Tártaro?

miércoles, 3 de junio de 2015

A MAL TIEMPO, BUENA COMIDA


No sirve de nada enfadarse con el mal tiempo. Incluso cuando los días no abundan, y estás de vacaciones en tierras ajenas. La meteorología es ajena a todo, y discurre por sendas que nadie puede siquiera prever más que a nivel superficial. Cuando llueve durante todo un día y te obliga a estar bajo techado y el día siguiente amanece jarreando de igual modo, prometiendo parecida diversión, enfadarse no trae cuenta. Es tontería. Y uno no quiere pecar de tonto, aunque sea estando de vacaciones.

En esos momentos, tal vez un libro de viajes y sueños sobre África del maestro Reverte pueda reconvertir la situación y lo hipnotice a uno con una prosa sencilla y atrapante que nos cuente la salvaje experiencia de los viajes verdaderos, contraponiéndola —sin mencionarla— a la que hacemos los turistas reciclados, miedosos y culturalistas. Pero como no sólo de lectura vive el hombre, ni tampoco de la conversación inagotable con quien más se quiere, hace falta más. Entonces, una idea brillante, una intuición memorable, preceden a un guiño cómplice que apenas requiere de más explicación, nos hace tomar los chubasqueros, tomar el paraguas gigante que sólo usamos en verano, salir al pueblo y buscar una tienda específica donde nos vendan algo especial, pues algo especial queremos sentir (cuando nos lo comamos). Porque de comida se iba a tratar la cosa. Pues pocas desgracias sobreviven a una buena comida, sobre todo si es distinta y en la mejor compañía posible.

Aquel día, el milagro tuvo lugar en una tienda minorista que mezclaba la apariencia de cuento de hadas, con la suciedad propia de la materia prima traída por los lugareños, sin perjuicio de tecnología punta que apuntalaba sin problemas la rentabilidad evidente del negocio. Allí nos vendieron setas. Boletus edulis, para ser más exactos. No recuerdo cantidad ni precio, pero sí el olor penetrante a tierra, a seta recién cogida, a humedad, a expectativa gastronómica, a fiesta por venir. De vuelta al vehículo, la experta me impartió algunas instrucciones preparatorias y, después, procedió a elaborarlas con nada más que algún añadido natural: ajo patrio, jamón serrano bien curado y aceite de oliva virgen extra, todo ello traído exprofeso para ocasiones como la que nos ocupa. Cuando los jugos y las texturas crepitaron como los cánones indican, los aromas mezclados de los jugos lo inundó todo, y los sentidos cobraron vida, y la luz era más cálida, y los vapores más estimulntes, y ya no notábamos el repiqueteo de la lluvia en el techo.

Al final, como siempre, no podía faltar una prueba, una constancia gráfica de que aquella maravillosa sencillez nos iba a cambiar el día, al menos de momento. Una foto precedió a la fiesta de los sentidos. Lo que no previmos, pues ya casi no lo necesitábamos, fue que, tras la siesta, salió con cierto brío el sol.

Fritada de boletus con ajada y jamón de Teruel (La Chase-Dieu -Haute Loire, Auvergne, Francia-) 
Agosto, 2014 ----- Panasonic Lumix G6

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