De lo que sí me enteré con gran alegría es de que tendríamos un
luto oficial académico de tres días, a lo largo y ancho de los cuales no
tendríamos clase (alborozo inconmensurable), lo que aproveché de forma
automática en lecturas desaforadas tanto en casa como en mi recién descubierta
biblioteca pública. Pero aún hubo más.
La programación de los dos únicos canales de la televisión
española se hizo monotemática o aséptica. Es decir, que se retransmitían las
colas de los miles de ciudadanos que acudieron a despedir al finado, se hablaba
de cuestiones políticas que yo no captaba, o bien había películas, conciertos
de música clásica fúnebre, etc. La primera noche, la de la noticia
lúgubre/estupenda, anunciaron Objetivo:
Birmania, calificada con dos rombos, o sea, para mayores de 18 años. Hay que
aclarar que la aparición de los dos rombos en un programa nocturno cualquiera, era la señal para largar a los infantes, prepúberes y púberes del salón familiar, porque aquello no
era para menores. A los menores, entre los que yo aún me encontraba, se nos
decía que aquello era “para mayores”, pero no se aclaraba el asunto, y, claro,
generaba el morbo obvio ante cualquier prohibición. Muchos pensábamos que tenía
que ver con el sexo o cosas aún más interesantes. De modo que, aprovechando la
confusión de mis padres (mi hermano aún contaba poco), yo me dispuse a ver
aquella película en B/N con una gran excitación, esperando, como así sucedió,
que a mis padres no les diera por venir al salón y evacuarme para la cama, si
se enterasen de la calificación del filme. Por fortuna, su partida de parchís
se prolongó, y yo pude verla entera, con gran decepción de mi parte. ¿Por qué? Pues
porque Objetivo: Birmania era una película
bélica, y no de las más violentas. Nada de sexo, nada de morbo, unos cuantos
muertos tan sólo. O sea, que por una parte estaba encantado de haber burlado la
prohibición paterna, y por otro profundamente desencantado porque lo de los
rombos parecía una mandanga más encaminada a llevar a los niños a la cama que a
preservar sus mentes alejadas del mal.
Pero los tres días sin clase no nos los quitó nadie. Y ése
fue el principal botín del momento.
A la vuelta a clase, en cambio, la dura realidad
se impuso de nuevo, y el descerebrado tutor que me llamaba como al presidente del
gobierno, decidió que el mejor homenaje que podíamos ofrecer al fallecido Caudillo
era aprenderse ¡de memoria! su testamento político; aquel que comenzaba con: «Españoles: al llegar para mí la hora de rendir la
vida ante el Altísimo…». Y, sí, me lo aprendí, y obtuve mi 10
correspondiente. Luego, al mismo lumbreras se le ocurrió que debíamos aprendernos
también el discurso inicial de Juan Carlos I como rey, y ahí el inútil derramamiento
de ceros que pronosticara Mafalda se evidenció como una prueba más del fracaso
de aquel sistema memorístico tan estúpido, no sólo por la gran extensión del documento, sino porque no entendimos nada ninguno. De modo que, aunque de forma indirecta,
mi primer contacto consciente con el dictador que había regido nuestros destinos
durante casi 40 años fue tan penoso y nefasto como lo había sido para tantos. Salvando
la exageración pre-adolescente, claro es.
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