A las rocas y al mar no les interesan nuestras cuitas. Les
resbalan las preocupaciones que nos atribulan a diario. Lo suyo es un combate a
muerte en el que ninguno vencerá al final, y cualquier batalla ganada hoy
supone una derrota y un nuevo comienzo mañana. No nos escuchan. No les interesamos.
Ellos saben que el secreto de la permanencia es la monotonía y la rutina,
salpicadas de cuando en vez de llamativos excesos, que nosotros llamamos temporales,
tifones o galernas. Pero sólo son excepciones. Es mejor, piensan, que nadie
cobre expectativas sobre ellos, y que nos conformemos con asistir a su combate
sin fin; y en esa lucha constante nosotros sobramos. Si nos metemos en medio,
podemos salir mal librados, pero la disputa, telúrica y ancestral, no es con
nosotros. Ambos luchan con armas diferentes y ambos se sienten muy fuertes. Uno
abusa de la blanda paciencia, el otro de la irreal rigidez. Uno ataca siempre, mientras
el otro no deja de defenderse. Ése es el pacto, y no hay alteraciones de guión.
Es un problema aritmético de resistencia. A veces, un farallón cae, y la victoria
parcial se le apunta al mar. Pero son espejismos. Todo lo que el mar demuele,
se acumula en su fondo, y con algunos millones de años más, se vuelve a
construir y levantar con paciente lentitud, si es que una abertura en la
corteza no lo rehace todo de golpe a velocidad magmática. Es un combate eterno,
con vencedores parciales, pero donde no habrá ningún vencedor a la larga. Cuando
nuestro sol se harte de devorar su propio combustible, agigantará su cuerpo hasta
absorber y derretir los más cercanos de quienes orbitamos entorno suyo.
Entonces, ambos contendientes desaparecerán para siempre de su combate eterno. No
lo llegaremos ver. Pero nos complace imaginarlo.
Roquedo costero en el borde occidental de Cudillero
(Asturias, España)
Septiembre, 2016 ----- Nikon d300
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