Alguna vez me lo han preguntado. Y aunque lo digo tantas
veces, siempre hay quien se siente sorprendido de que en pleno siglo XXI yo
hable de que “me falta algo el día que, por lo que sea, no puedo leer”. Con ello,
no me refiero al acto físico de leer. Por mi profesión, yo tengo que leer todos
los días (incluidos los de vacaciones, esos que los ignorantes dicen que
tenemos en demasía). Ello incluye circulares, exámenes, libros de texto, trabajos, páginas web, etc.; pero no me refiero a leer “eso”, sino a LEER, con
mayúsculas y pasión. Porque yo leo con mucha pasión.
Yo leo con ganas de aprender, pero no son menores las de disfrutar. Sin embargo, no leo sólo
con la intención hedonista del placer puro. Si sólo fuera eso, me parecería como
esos amigos y compañeros que se tragan ladrillos de mil páginas, y cuando les
preguntas qué les pareció la obra, te responden con una, dos o tres palabras: “estupendo”, “muy
bien” o “me gustó mucho”. No; leo con el propósito de llegar a ser algo distinto a como comencé
la lectura. Leo con la intención de apurar un capítulo más de un autor, profundizar
en una temática concreta, probar alguna nueva modalidad. Y lo hago a través de
las páginas de volúmenes muchas veces elegidos por impulso, al azar de un
título sugerente o de un autor a quien debo pleitesía y nunca hallé tiempo para
dedicársela; o al albur de una intuición, que me promete que ese párrafo escandido
con rapidez en la librería, será la antesala de un todo que me apabulle luego
ya en mi sillón lector.
Porque sí: yo tengo un sillón lector. De los que reclinan y
se adaptan a mi maltrecha espalda. Con dos luces artificiales (una a cada lado)
para cuando falta la natural, que es con la que más me gusta leer, sobre todo
cuando el rato se prolonga lo suficiente como para que la intensidad de la luz
va decreciendo lentamente y el crepúsculo da paso a otra etapa en el día. No menos
lectora, no menos intensa.
Por lo general, mi impaciencia impide que lea sólo un libro
a la vez. Raras veces ha sucedido eso. Más común es que simultanee dos o tres obras,
de temática y autores muy diferentes. Tiempos hubo también en que los volúmenes
abiertos y “en función” superaban la media docena. Hoy, con dificultad pasan de
dos, aunque algún caso se da. Cada vez leo menos novelas. La necesidad
alimenticia que siempre albergué de que me contaran historias la suple ahora,
no sé si con ventaja, pero sí con apetito creciente, el visionado
de las series de televisión; sobre todo, esas que acaban siendo películas de
diez o más horas, divididas en los correspondientes capítulos, que puedo llegar
a devorar con bulimia difícil de explicar. El mundo narrativo que abordo con
mayor frecuencia es el relato corto. Ya se sabe: para aprender algo, hay que
comprender cómo lo hacen los que saben más que uno. Hoy, sin embargo, los diarios, las memorias, las biografías, los epistolarios,los libros de divulgación de la Historia,
son los géneros que más tocan mis manos y beben mis ojos. Con ellos, raramente
tengo la sensación de perder el tiempo, cosa que sí me ha venido sucediendo, con
creciente preocupación, con las novelas.
Y aquí debería decir para terminar que mis años (y mis
kilos) me han ido convirtiendo en alguien que sigue al pie de la letra los mandatos
borgianos de leer por placer y que cumple a rajatabla el mandamiento de Pennac
de dejar un libro cuando éste nos aburre, nos hurta el interés o, simplemente,
nos defrauda. Si a las 60 páginas, retomo la lectura con dificultad o “por
obligación”, no pierdo más tiempo. Ahora ya no me obligo, ni finjo necesidad u obligación. Cierro el
libro, lo devuelvo a su anaquel -o lo regalo-, y otro pasa a ocupar su lugar, pasándole a otro la oportunidad que aquél no me brindara.
Leo con pasión, con tremendo interés, con palpitante
necesidad. Leo para aprender, para disfrutar, para vivir. No sé si queda
suficientemente claro.
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