miércoles, 3 de agosto de 2016

LOST IN TRASLATION

Acabo de ver por cuarta vez Lost in traslation. No la vi queriendo verla. Es decir, la vi porque estaba probando canales, después de hablar un buen rato por teléfono. Había empezado ya, habrían pasado diez o doce minutos, pero dio igual, porque me sé el argumento de memoria. Además, no tiene demasiado argumento: es mínimo (así hace juego con el escenario japonés donde se desarrolla la acción). No la vi queriendo verla, insisto; pero después de algunos minutos, dejé que la cadencia maravillosa de esta inusual película me arrastrara hasta su fin.

La primera vez que la vi fue en el cine. Venía avalada por la directora, Sofia Coppola, cuyos anteriores filmes fueron muy de mi agrado. Y los dos protagonistas también tiraban lo suyo. Pero recuerdo que salí del cine muy decepcionado. Átono, más bien. Me quedé un poco como el perrillo que oye cómo alguien cerca está comiendo, se acerca a ver si cae algo, pero nada recibe, y ha de darse la vuelta, aunque cada cuatro pasos vuelva la cabeza, a ver si la situación cambia de una vez a su favor. Igual. No me pareció una estafa, pero me pareció que podría haber gastado el dinero en otro rato más placentero.

La siguiente vez ya fue en DVD, aprovechando una oferta que la incluía con otra película muy querida para mí. Esa vez quise probar antes de regalarla, como hago con algunas que compro y no me gustan. Probé, y esa vez sí comencé a captar la esencia de esta magnífica cinta. La tercera vez, algún año después, fue también por el mismo medio, intentando que alguien más la pudiese paladear de un modo parecido a como yo la había disfrutado ya la segunda vez. No logré mi objetivo, pero la película se introdujo más en mi cerebro, grabándome para siempre algún diálogo más y determinados planos, inolvidables ya para mí.

Hoy, de forma inesperada, ese mundo aparentemente banal, bullicioso, extraño, distinto, del Japón de nuestros días, ha vuelto a servir de marco para esa historia sencilla y triste, pero hermosísima, de dos personas disímiles, que conectan de un modo mágico y progresivo, a través de una soledad que la propia ciudad japonesa fomenta. Las miradas, los silencios, las sonrisas, lo que no se dicen, lo que no se tocan, lo que no se besan: todo se erige como una comunicación en apariencia trastocada, en apariencia insuficiente, pero que construye una realidad magnífica, que se puede ir palpando con cada gesto, en cada secuencia, de forma creciente.

Impagables, los papeles de Bill Murray, contenido y creíble como nunca, de Scarlett Johansson, frágil y adorable, a quien con sólo el brillo de sus labios le basta para sugerir mundos inexplorados e infinitos. Mostrando lo imposible al alcance de la mano, sabiendo que sigue siendo imposible, aunque esté tan cerca, pero que puede dejar una impronta imborrable para siempre, gracias a uno de los abrazos y de los besos más hermosos jamás filmados. Con todo ello ante mis ojos ¿cómo no iba a dejarme llevar?

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