Mis padres no se ponen de acuerdo en la fecha. No hay
documento alguno que lo pruebe con exactitud. Tampoco las fotos dicen nada,
porque mi madre tenía la idea de que las pocas ocasiones en que nos
fotografiaban, lo hiciera a cara despejada, sin gafas. Por eso no puedo saber
el momento preciso en que yo inicié mi andadura de miope oficial que tan
amargos momentos me procuró en mi infancia.
Ya en La Bañeza, con 6 años, alguna vez que don Matías me
castigaba a los últimos lugares de la clase, yo entornaba los ojillos para
enfocar mejor la pizarra. El maestro alguna vez me preguntó si veía bien, y yo le dije que allá atrás del todo no tan bien, que mejor delante, claro; él debió notar
algo extraño, pero como yo era buen alumno las más de las veces, y enseguida
volvía al pupitre delantero, la cosa no pasó de ahí. Yo no tenía consciencia de
que fuera corto de vista. Con buena lógica de niño, yo pensaba que lo que está
cerca se ve bien, y lo que está lejos se ve peor. ¡De cajón! Pero mi nueva vida
en la capital leonesa depararía novedades en ese pensamiento.
El piso de León era un primero muy oscuro. Y yo, de aquella,
ya era un lector voraz, como he contado. Teníamos unos vecinos algo mayores que mis padres, con
un único hijo, que me sacaría a mí unos diez años. Ese adolescente poseía un tesoro
maravilloso que, sin embargo, él no valoraba lo más mínimo: tenía las dos
colecciones ¡completas! de El Capitán Trueno y de Jabato, dos de mis héroes
preferidos por aquel entonces. La señora Pepa, que así se llamaba la señora,
una vez que se enteró de mi hambruna permanente en lo tocante a cómics -que
debía releer una y otra vez, pues no había dinero para muchas alegrías- me hizo
una propuesta por la que le estaré agradecido toda mi existencia: si prometía
cuidarlos bien, me dejaría, uno a uno, todos los volúmenes de las dos
colecciones. Recuerdo que me levanté de la silla y pegué un salto que la
asustó, pero luego se echó a reír porque me eché a su cuello a darle besos,
dándole a entender que no sólo aceptaba, sino que cuando fuera mayor debía
decirme dónde y en qué material yo le erigiría una estatua de homenaje
conveniente para que las generaciones futuras supieran quién había sido mi
vecina Pepa, que demostró una generosidad de la que tantos carecen.
Pues bien, uno a uno, y durante muchos meses, no sólo me los
bebí en su integridad, sino que hubo que prorrogar el “contrato”, pues los
releí al menos dos veces que yo recuerde. Pero, y aquí viene el asunto grave,
mi vista se debió resentir, máxime teniendo en cuenta la oscuridad de aquellas
habitaciones, donde apenas llegaba el sol un buen rato por las mañanas.
Yo ya iba notando en clase que las cosas no eran todo lo
nítidas que yo hubiera querido. Mis padres tampoco notaron nada raro en que yo leyera
aquellos grandes volúmenes con los ojos tan cercanos al papel: lo atribuían a la pequeña letra de los bocadillos del cómic. Además, en aquella no había las
revisiones preventivas que existen hoy. Pero un día, imagino que harto de tanto desenfoque, se me ocurrió la cuestión definitiva.
Le pregunté a mi padre si veía igual de los dos ojos. Él se tapó uno, luego el
otro, y tranquilamente me dijo: “sí, igual”; “pues yo no, yo veo peor del
izquierdo”, respondí yo.
Conclusión: visita al oculista de inmediato. Recuerdo mi
sorpresa y fascinación ante lo bien que vi con aquellas lentes que el facultativo
colocó ante mis ojos: “sí, sí, ¡qué bien se ve ahora!”. De ese modo ya, de
mano, me fueron prescritas unas gafas con 2’5 dioptrías en el ojo izquierdo, y una
en el derecho, ambas de miopía. Nada menos. Esto, hoy, no sucedería de ninguna
de las maneras, porque se habría detectado mucho antes. En mi caso, y con 9
años, aproximadamente, comencé a llevar unas gafas (horribles) y a iniciar una
vida de gafotas, que, sumado a mi tradición de empollón, me procuró no íntimas
suculencias, precisamente, sino abundosas desgracias que acaso desgrane en otro
momento.
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