Hay muchos tipos de memorias. Como aficionado a esta
modalidad de autoficción, lo sé bien, y existe mucha variedad. Las hay clásicas,
inconexas y caóticas, ordenadas y metódicas, diacrónicas y secuenciales… Como
la vida misma, en definitiva. En las memorias, como en todo, uno se comporta como
en realidad se es, o como se cree que se es. Las que acabo de terminar ahora
mismo es un ejemplar raro, distinto, muy revelador. Las Memorias de Balthus, el pintor polaco emigrado a la parte
francófona europea desde muy pronto, más que unas memorias al uso, son una
reflexión sobre su pintura. Fueron
dictadas -que no escritas por él mismo, al parecer- al final de su vida, cuando
faltaba poco para que muriera, longevo, en la Suiza donde acabó aposentando su
existencia. Y en ellas los recuerdos del artista se desperdigan de forma desordenada, a lo largo de los 107 cortos fragmentos en que se divide la obra. De su vida aparecen algunos fragmentos, porque lo que le interesa recordar son las razones de su arte, el porqué de sus cuadros.
De su trayectoria vital, conocía poco, y poco acabo sabiendo
al terminar el volumen. Pero de la esencia de su pintura, de por qué sus obras
tenían esas características, de por qué vivió apartado de todo y de casi todos
(sin por ello carecer de excelentes e importantes amigos -escritores,
cineastas, artistas, incluso políticos-), de las influencias recibidas, de la
explicación desmitificadora del presunto erotismo de sus motivos, de la
coherencia consecuente de sus decisiones, de su más íntima percepción de lo que
debe ser el arte, de la acendrada religiosidad que penetraba su arte, de todo
ello el libro nos impregna de un perfume delicioso, apoyado en una escritura
sencilla pero clara, profunda pero llena a su vez de maravillosos matices.
De su lectura, me quedo con la idea que tiene del Arte, con
mayúsculas, de cuya expresión contemporánea abominaba, por su vaciedad, su
prisa, su ausencia de reflexión, su falta de técnica, que se adquiere con
lentitud y estudio continuado de los grandes del pasado, para luego trascenderlos
y volar sobre ellos. Me quedo con la equiparación del acto de pintar con el de
la oración, con su decisión de pintar contra corriente y contra las corrientes
más en boga en su momento, como el cubismo -intelectual y frío-, la abstracción
-vacía e irreflexiva- y sobre todo el surrealismo, cuya idolatría por el mundo
onírico le parecía insufrible. Me quedo con su sencillez a la hora de exponer
su necesidad de un espacio grande donde poder crear, y de un tiempo dilatado del
que poder disponer para dialogar con el cuadro, mirándolo callado mientras
fumaba un cigarrillo, preguntándole y dialogando con él, hurgando en sus misterios,
para al final acabar disolviéndose en la propia tela. Me quedo asimismo con su
incorruptible veneración por los maestros italianos del Quattrocento (Masaccio y Piero de la Francesca), por Rilke
y Bonnard (sus mentores y consejeros coetáneos), con la tierna amistad que le
unió siempre a Giacometti, con la unión cómplice que logró en la etapa última
de su vida con la pintora japonesa Setsuko Ideta, con su amor por el silencio,
el apartamiento casi monástico en lugares apartados de todo, donde las palabras
que él y su obra se intercambiaban no pudieran ser perturbadas. Un silencio y
un diálogo que son tan ejemplares y motivadores, que han sido el mejor antídoto
que he tenido estos dos últimos días, contra todo el ruido y la vacuidad que
nos invade.
No hay comentarios:
Publicar un comentario