Ambos éramos inocentes. No sabíamos lo que era la Ciencia, y mucho menos, el Bien y el Mal, así, con mayúsculas. Vivíamos sin problemas. Ninguna preocupación nos embargaba. Todo encajaba a la perfección. Vivíamos, comíamos, nos solazábamos, lo nombramos todo. A todo aquello le llamamos Edén. No había dudas, zozobras, penas. Tan sólo el aviso terrible sobre el dichoso árbol, la amenazante prohibición. Ni siquiera sabíamos lo que era ni el bien ni el mal. De modo que la curiosidad hizo el resto. De la serpiente nunca sospechamos, pues conversábamos con ella con mucho deleite al concluir algunas tardes. Ni siquiera creo que fuéramos tentados, como luego se escribiría. Era sólo que aquella orden rigurosa disonaba con todo lo demás. Había que averiguar qué implicaba. Día a día la comezón fue aumentando y nos propusimos saberlo como fuera. Ahora, por desgracia, sí conocemos sus efectos, pero entonces ¿cómo saberlo? Éramos inocentes. Pese a la irremediable condena, aún lo somos.
Del libro inédito Micrólogos, 2012
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