He vuelto a ver Her,
la película de Spike Jonze, en la que el personaje de Joaquin Phoenix se
enamora de un nuevo sistema operativo (OS), que adquiere propiedades humanas y
tiene capacidad de evolución, tanto intelectual como emocional. Cuando la vi en
el cine, me pareció igualmente buena, pero se me aparecía más como un episodio
largo de la excelente serie británica Black
mirror, donde se nos dibuja un panorama sombrío sobre la influencia e
importancia que las nuevas tecnologías van acaparando en nuestras vidas. Pero ahora,
viéndola en el televisor, con la posibilidad de parar la reproducción, retroceder,
analizar ciertas frases, estudiar mejor los gestos, y calibrar con más detalle
las emociones del protagonista humano (pero también las muy logradas inflexiones
de voz de la “protagonista” femenina -con la sensual voz de Scarlett Johansson-),
con todo eso, digo, los matices han agigantado lo que se nos plantea en esta no
tan novedosa cinta.
Por un lado, no es un simple capricho que Theodor se enamore
de una voz (ni siquiera de una voz, puesto que se trata de un programa
informático avanzado), sino que lo que en él surge es verdadero amor. Con todas
sus fases. Desconcierto inicial, pensamiento constante hacia el objeto amado
(aquí no cabría la palabra “sujeto”), sobreexcitación progresiva, deseo físico,
alegría generalizada, placer inmenso; amor, en definitiva. Máxime si, como se
puede apreciar, es correspondido. No es un capricho. Es amor verdadero. Otra cuestión
es por qué este hombre sensible, culto, delicado, con una sociabilidad
aceptable, acaba enamorándose de un sistema operativo, tras una serie de fracasos
sentimentales, incluido el de su matrimonio. Pero de que se trata de amor no
cabe duda.
Por otro, lo que contemplamos en la película es la evolución
de ese amor, desde la sorpresa inicial, el progresivo crecimiento de los
sentimientos y del bienestar, hasta la posterior ruptura. Es un esquema
clásico, sin paliativos. Lo que nos descoloca, al menos en los inicios, es que
se enamore no de un congénere, sino de un programa de software.
Y esto puede darse porque dicho programa piensa y siente
como una persona, aun no siéndolo. Pero pese a ello, no le preocupa al
protagonista convertirla en objeto de sus atenciones, de su tiempo, incluso de
sus deseos. La razón es sencilla: el ser humano sólo necesita interactuar a
nivel comunicativo. Lo de los cuerpos es necesario, sí, pero relativo. La prueba
la tenemos en el éxito de las redes sociales, de los programas de chat, de las
compras por la red, donde el contacto social no es presencial, no es físico,
pero la comunicación se da. Y si se produce el contacto comunicativo, lo demás
se da por añadidura. O no se da, pero compensa de sobra la alternativa. Y la
alternativa es terrorífica: es la soledad más atroz.
De modo que me he sentido profundamente conmovido por este
personaje, cuya soledad y monotonía vital son tan lacerantes, que se siente
impulsado a una experiencia única, a la que no vemos, sin embargo, como algo
lejano o imposible. Me he sentido muy próximo a su peripecia y he comprendido
todas y cada una de sus reacciones. Y por un par de horas, yo también he sido Theodore Twombly.
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