Cuando tomé esta
imagen, lo hice como tantas veces, por el mero encuadre que formaban la puerta,
la niña y el perro. Cuando la revisé, capté que lo que esos tres elementos me
inspiraban era misterio y perplejidad, aunque, si bien se mira, no hay relación
entre ellos. El perro mira de frente, quieto y sin nerviosismo aparente, sin
que sepamos bien qué atrapa su atención. Parece ajeno a su dueña, amarrado como
está con la correa, que se pierde en el interior de la vivienda. ¿Aguardará con
paciencia infinita el inicio del paseo matinal? ¿Habrá divisado otro animal que
ponga en entredicho su territorio; acaso una pareja potencial? ¿O bien su
hastío habrá rebosado los límites de lo que podría ser una rebelión puntual y
bien ladrada? No lo sabemos. Sólo captamos su estoica espera, bien asentada
sobre sus cuartos traseros. Por su parte, la puerta ejerce de línea divisoria
entre dos mundos que se nos muestran desconocidos e inquietantes. La niña, en
cambio, no aparece sino de forma parcial, sólo nos la sugiere, porque su
cabeza, vuelta hacia el zaguán, parece mirar o aguardar algo. ¿Acaso la llegada
del papá o la mamá que acompañen en el paseo? ¿Quizá está oliendo el aroma a
magdalenas que acaba de hornear la abuela? ¿Tal vez una discusión conyugal que
está retrasando la salida, y contrae su rostro en un amago de llanto? No
sabemos nada. Intuimos (¡qué remedio!). No indagamos (no podemos hacerlo). Imaginamos
(no queda otra). Y con eso damos un paso adelante que nos hace contemplar la
escena de forma conjunta. Pero el significado posible cambia a cada centímetro
que nos movamos. Aunque también puede ser que uno posea demasiada imaginación y
disponga de demasiado tiempo libre, en comparación con el resto de los mortales.
Todo puede ser. Y no lo sabremos nunca.
En Llanes (Asturias, España)
Octubre, 2016 ----- Nikon D500
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