A punto de cumplir los 15 años, yo llevaba coqueteando
cierto tiempo con la idea de que lo religioso, en su modalidad católica, no iba
ya conmigo, después de haber sido algo esencial en mi vida. Pero entonces ya
no. Mi temperamento crítico, que buscaba la coherencia en todo, mi racionalidad
extrema, unida a los idealismos
adolescentes, hallaban demasiadas contradicciones entre lo que leía en la
Biblia (sobre todo, el Nuevo Testamento) y lo que la Iglesia predicaba. Además,
nos hallábamos en plena transición política, con tiempos de cambio en muchos
aspectos sociales, lo que contribuía a darme argumentos suplementarios. Lo que
quiere decir que yo me encontraba a esas alturas muy desvinculado de
pensamientos, obras u omisiones para con tan sacrosanta institución.
Pese a todo, en casa se mantenía un férreo control sobre el
particular, llevado a cabo -en esto sí- por mi padre. Para entender mejor esto,
hay que apuntar que él había estudiado hasta los 21 años en varios conventos de
dominicos, y que le faltaron sólo tres años para ser ordenado definitivamente.
El modo en que abandonó aquella senda da para otra historia, pero ayuda a
comprender su porfía en que yo me mantuviese en “el seno de la Iglesia”. Como
yo a esa edad ya no iba con mis padres a misa, se me controlaba su asistencia
con un método curioso: debía recitar con bastante exactitud el argumento del
evangelio correspondiente a esa jornada, y decir de qué color era la casulla
del cura.
Al principio yo, obediente como había sido hasta la fecha,
me tragaba todo el tostón, de principio a final. Pero caí en la cuenta de que,
para dar cuenta de esos dos elementos, bastaba con llegar a la iglesia un poco
antes de que el cura leyera la parte del evangelio, y mirar bien el color de su
vestimenta: total, unos cinco minutos nada más; y, luego, libres para hacer de
nuestra capa un sayo, o sea, volver a los futbolines, que es lo que más nos
gustaba de aquélla. Lo pluralizo, porque siempre éramos dos o tres, aunque a
veces me tocó ir al paripé yo solo.
El asunto funcionó varios meses, no recuerdo cuántos. Pero sí
me acuerdo perfectamente del domingo en que mi padre descubrió el pastel, lo
cual se produjo porque, a instancias de algún vecino que decía haberme visto “por
ahí”, le entraron sospechas, y al siguiente domingo fue él a la iglesia donde
yo decía que iba. Allí, efectivamente, fui, y al poco me marché. Mi padre me
dejó ir, pero al regresar a casa, me cayó encima un interrogatorio sesgado en
el que caí como un pardillo. Me cayó una bronca de las que se recuerdan,
lágrimas de mi madre incluidas, que siempre aderezaban el cóctel, para
profundizar en la idea de la culpabilidad, que siempre da mucho juego. Pero, viéndome
ya sin salida, lo que hice fue protestar a voz en grito, justificando por qué
no creía ya, las contraindicaciones que yo captaba, los comportamientos que ya
por entonces me rechinaban de los prebostes eclesiásticos, su dominio de la
humanidad occidental a lo largo de dos mil años, etcétera. Fue una clara huida
hacia adelante. Arriesgué una bofetada bien dada, pero dicho hecho llegó a
producirse. No se me escuchó en absoluto, y la sentencia fue bien clara: todo
debía seguir como antes de mi argucia. Apesadumbrado, acepté la pena impuesta,
y la cumplí dos o tres domingos. Uno de ellos, al hacerme mi padre las
preguntas de rigor, dije que no tenía ni idea, porque no había ido a misa. Añadí
a continuación que, pensara lo que pensara, no tenía intención de volver. Mi
padre, asombrado ante mi resolución, ya no dijo nada. Y, así, desde entonces.
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