Está ahí, agazapado e inmóvil, aguardando. Todo él
embadurnado de negro y purpurina, en una mezcla que quién sabe cuánto tardará
en ponerse, y cuánto en quitarse, cuando acaba su jornada. A veces, se expone
en medio de la plaza, pero otros momentos, está justo detrás de una esquina, y
te lo encuentras por lo general, de golpe, sin haberlo previsto. La sorpresa es
inmediata.
Siempre brotan las preguntas, en tropel. ¿Sabrá jugar al
ajedrez? ¿Será bueno? ¿Habrá elegido esa representación porque un día jugaba,
se hartó de perder, y buscó una salida dramatizada a su problema personal? ¿O
fue todo fruto del azar? ¿Tal vez una apuesta con alguien? Hay muchos mimos,
pero ¿un ajedrecista? Las posibilidades de movimiento que también tiene, una
vez depositada la moneda, son limitadas. Entonces, ¿por qué? Tal vez el
sentimiento de que no hay juego más bello, o la idea de que utilizar un tablero
y unas piezas ordenadamente dispuestas lo diferencia de sus demás compañeros, o
que, en efecto, es un gran maestro “pasado de rosca”, que optó por camuflarse
del mundo de este modo, sin despertar sospechas y disponer así de su querido instrumental
siempre a la vista, pero sin la obligación de tener que ejercitarse de
continuo.
De todas las posibilidades que pude intuir, me quedé con
esta última. Me pareció la más reconstruible, si bien no la más probable. Aun
así, aposté fuerte por ella, entreviendo la historia de su plan. “Sé quién eres”,
le dije. Al principio, ni se movió de su pétrea posición. Luego, le fui
contando todo lo que había deducido, y también lo que me fui inventando. Ni pestañeó.
Al final, apelé a su orgullo. “Te reto a que demuestres quién eres. Cuando
termines aquí, podrías jugar una partida conmigo”. Habló por primera vez muy
serio, aunque sin alterar su posición ni sus ojos cerrados. “De acuerdo”. Y me
dio la dirección de un bar. A la hora convenida, nos encontramos sin saludo
previo. A los lados sólo agua y cerveza negra. No había reloj, pero dio igual.
Tardó 16 movimientos en darme un mate que ni siquiera pude intuir para poder
abandonar y evitar la humillación de la derrota. Al pronunciar la palabra “mate”,
se levantó y se fue. En los quince o veinte minutos que duró el encuentro, no me
dirigió la mirada en ningún instante.
Mimo ajedrecista en
Génova (Liguria, Italia)
Julio, 2016 -----
Panasonic Lumix G6
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