miércoles, 21 de septiembre de 2016

DIÁLOGOS DE GENERALES ANTAÑO VICTORIOSOS, DE INFAUSTO FINAL




Aníbal Barca y Julio César no fueron coetáneos. No coincidieron en el tiempo. Primero apareció en escena Aníbal, cartaginés, que tras unas campañas inimaginables para su tiempo, tuvo a la joven república de Roma contra las cuerdas. Más de un siglo depués, surgiría el romano, que elevó el poder de la vieja república de Roma hasta cotas que nadie pudo prever. Ambos, según las crónicas fueron dos genios militares, muy diferentes entre sí, pero amados por sus hombres como sólo Alejandro lo había llegado a inspirar. Los dos dedicaron su vida al ejército, donde alcanzaron sus mayores logros. Los dos realizaron proezas inimaginables siquiera para la mayoría. Coincidieron también en extender los territorios de sus estados a un punto jamás alcanzado con anterioridad. Ninguno de los dos, en cambio, murió, como tal vez hubiera sido su deseo, en el campo de batalla. Murieron de forma ignominiosa, poco acorde con su talento, aunque tal vez sí con sus carnicerías. Aníbal, obligado a suicidarse lejos de su patria, convertido desde hacía tiempo en mercenario de quien le quisiese pagar sus conocimientos militares. César, a las puertas del Senado, víctima de una conspiración que, en esencia, buscaba preservar a la República del poder creciente de un tirano.

En esta imagen, tomada en un museo, ambas esculturas comparten espacio. A la izquierda, el cartaginés, orgulloso de portar boca abajo uno de los estandartes romanos que sus tropas capturaron, y de pisotear el águila romana. A la derecha, más comedido, un César laureado y bastón de mando, con la toga sobre la armadura, parece hacerse a un lado. ¿Quién sabe de quién sería la idea de colocar ambas obras juntas, a apenas unos metros de distancia? ¿Buscaría, acaso, un diálogo entre los muertos? Tal vez se comunicaran secretos de combate que únicamente ellos poseyeran. Puede que sólo se felicitaran mutuamente, rindiéndose admiración mutua de compañeros de armas. Acaso César le agradeciera la misteriosa decisión de dejar vivir a Roma cuando la tenía a su merced, aunque igual, asaltado recurrentemente por la duda, le preguntara las causas de tan inexplicable decisión. Acaso dialoguen. Es posible que se estén retando. O incluso cabría la posibilidad que su gesto petrificado nada signifique, y que la combinación de sus gestos sea producto del azar de unos técnicos de museos que buscaron el modo de suscitar la historia-ficción; o, tal vez, que no tenían ni puñetera idea de historia.

Museo del Louvre (París, Francia)
Julio, 2012 ----- Nikon d300

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