Aníbal Barca y Julio César no fueron coetáneos. No coincidieron
en el tiempo. Primero apareció en escena Aníbal, cartaginés, que tras unas
campañas inimaginables para su tiempo, tuvo a la joven república de Roma contra
las cuerdas. Más de un siglo depués, surgiría el romano, que elevó el poder de la vieja república
de Roma hasta cotas que nadie pudo prever. Ambos, según las crónicas
fueron dos genios militares, muy diferentes entre sí, pero amados por sus
hombres como sólo Alejandro lo había llegado a inspirar. Los dos dedicaron su
vida al ejército, donde alcanzaron sus mayores logros. Los dos realizaron
proezas inimaginables siquiera para la mayoría. Coincidieron también en
extender los territorios de sus estados a un punto jamás alcanzado con
anterioridad. Ninguno de los dos, en cambio, murió, como tal vez hubiera sido
su deseo, en el campo de batalla. Murieron de forma ignominiosa, poco acorde
con su talento, aunque tal vez sí con sus carnicerías. Aníbal, obligado a
suicidarse lejos de su patria, convertido desde hacía tiempo en mercenario de
quien le quisiese pagar sus conocimientos militares. César, a las puertas del
Senado, víctima de una conspiración que, en esencia, buscaba preservar a la
República del poder creciente de un tirano.
En esta imagen, tomada en un museo, ambas esculturas
comparten espacio. A la izquierda, el cartaginés, orgulloso de portar boca
abajo uno de los estandartes romanos que sus tropas capturaron, y de pisotear
el águila romana. A la derecha, más comedido, un César laureado y bastón de
mando, con la toga sobre la armadura, parece hacerse a un lado. ¿Quién sabe de
quién sería la idea de colocar ambas obras juntas, a apenas unos metros de
distancia? ¿Buscaría, acaso, un diálogo entre los muertos? Tal vez se
comunicaran secretos de combate que únicamente ellos poseyeran. Puede que sólo
se felicitaran mutuamente, rindiéndose admiración mutua de compañeros de armas.
Acaso César le agradeciera la misteriosa decisión de dejar vivir a Roma cuando
la tenía a su merced, aunque igual, asaltado recurrentemente por la duda, le
preguntara las causas de tan inexplicable decisión. Acaso dialoguen. Es posible
que se estén retando. O incluso cabría la posibilidad que su gesto petrificado
nada signifique, y que la combinación de sus gestos sea producto del azar de
unos técnicos de museos que buscaron el modo de suscitar la historia-ficción; o,
tal vez, que no tenían ni puñetera idea de historia.
Museo del Louvre (París, Francia)
Julio, 2012 ----- Nikon d300
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