El tipo debía tener unos 60 años, o tal vez menos, porque
las gentes próximas a la mar aparentan siempre más edad en su piel curtida. De entrada,
ya me sorprendió que un día con tanta niebla se encontrara tan temprano en una
zona tan próxima al borde donde las olas rompían. Pero al principio, no me
inquietó, porque aún había varios metros de distancia entre la rompiente y la
escollera donde él se encontraba.
El problema es que la marea estaba
subiendo, y en las zonas de acantilado, al existir choque del agua contra la
roca, la violencia genera estallidos de espuma, movimientos que a veces no son predecibles
en su evolución. Poco a poco, la espuma iba acercando a aquel hombre que, lejos
de contemplar posibilidad alguna de peligro, continuaba avanzando por entre las
peñas ¡con zapatos!, buscando quién sabe qué. No parecía que contemplara para
nada la posibilidad más negativa de esa situación. Él continuaba hurgando con
su palito por entre los intersticios, y con la otra mano sostenía una bolsa que
contendría el fruto de sus desvelos (todo esto lo imagino, porque no llegué a
verlo con mayor nitidez que la que el zoom me proporcionaba, que tampoco era
tanta). Tan pronto estaba con su cuerpo mirando el mar, como se hallaba vuelto
hacia mí, dándole la espalda al creciente oleaje, cada vez más cercano. Pero no
aparentaba miedo alguno.
En un momento, justo cuando las
olas lo salpicaban ya (o así me lo parecía a mí), le silbé desde lo lejos. Yo
me encontraba en línea recta como a unos 50 metros tan sólo, pero el constante
bramido de las olas contra las rocas hacía difícil que pudiera entenderme si le
dijera algo. Le silbé, digo, por dos veces y, sorprendido, levantó la vista.
Recaló en mí. Por señas le indiqué que se alejara un poco, que tenía el agua ya
encima. Pero no sólo no hizo ademán de que entenderme, sino que se encaró hacia
mí, y con la cabeza y el palito levantado, me amenazaba, como si me reprochara
interrumpirle una labor de importancia suprema. Volví a señalar hacia el mar,
como queriendo convencerlo de que el peligro no era yo, sino lo imprevisible de
un golpe de ola que acabara con él contra el roquedo. El tipo, impasible el ademán,
me volvió la espalda, despreciativo. No insistí. Hice varias fotos desde lo
lejos, con la limitación que me proporcionaba el zoom que llevaba montado. En la
que muestro, parece al fin sorprendido de la proximidad de la espuma a su
posición. Pero mucho me temo que es una imaginación mía. Lo más probable es que
se encarara con el oleaje, preguntándole con el mentón adelantado, qué hacía
allí, mientras él se hallaba concentrado en su tarea. Poco después me fui. La marea
seguía subiendo. Supongo que sobreviviría.
Roquedo de la playa A Marosa (Burela, Lugo, Galicia, España)
Septiembre 2016 ----- Panasonic Lumix G6
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