viernes, 13 de diciembre de 2019

HITOS DE MI ESCALERA (41)

Tras el batacazo que supuso abandonar mi tesis doctoral, que originó mi decisión de opositar, ya contada en el anterior hito, transcurrieron varios meses que yo llamo mi “depresión particular”, la etapa con más angustia en el alma que he pasado en mi vida. La fui sobrellevando, sublimando, enmascarando, día a día, mes a mes. E intenté solventarla como pude, a pelo, sin medicación, con bastantes borracheras, comportándome de modo atípico respecto a mi carácter, y con una estresante desorientación vital desconocida por completo para mí, pues siempre había tenido un objetivo claro donde dirigirme. La fotografía, la soledad y el alcohol fueron mis compañeros entonces. Hasta que sucedió el milagro. En realidad, fueron dos milagros, pero el segundo (mi tercera pareja), no fue tan determinante como el primero: la revista universitaria Campus.

Campus ya existía desde hacía algunos números, gracias a la tenacidad y empuje  de un puñado de alumnos de las diversas facultades leonesas, dirigidos por el sorprendente Pablo Vivancos, una de las personas más resolutivas que he conocido en mi vida. Una de las más generosas, también. La revista era una publicación juvenil, gamberra, independiente, que sobrevivía gracias a las ventas y a la publicidad, por lo que no dependía de organismo alguno. Su temática se ceñía a lo universitario, con sus diferentes problemáticas y circunstancias.

A principios de 1989, yo ya había participado con un relato para esa publicación. En febrero, animado por uno de sus miembros, el inefable Álvaro Valderas, también mi maestro en algunas técnicas de revelado y edición fotográfica, recalé en una de sus reuniones. Presentado a sus miembros, pregunté cómo podía colaborar de forma más habitual. Me preguntaron qué sabía hacer, y yo les dije que escribir y hacer fotos.  “Pues eso vas a publicar aquí: textos y fotos”. Nunca nadie me había dicho que publicaría, sin más. Pregunté a Pablo cuáles eran los límites, y él, con esa cara limpia, tranquila y ligeramente irónica que le caracterizaba me contrapreguntó: “Tú, ¿firmas con tu nombre tus artículos, cuentos o fotos?”. Sorprendido, asentí con seguridad. “Pues entonces, no hay límites”. Me sonrió, y siguió con otras cosas. Me quedé estupefacto.

Sólo unas semanas después, salía el número 8 de Campus, en el que ya aparecían algunos textos y varias fotos de mi autoría -nada importantes, sólo labor de reportero gráfico-, pero también ¡la portada!, idea del propio Pablo, y que fue muy sonada y comentada, pues sacaba a los cuatro miembros masculinos más conspicuos de la revista, al lado de la cafetería, con los pantalones bajados y en gayumbos. El enigmático epígrafe rezaba: "Estamos de muda". 

En abril, la revista, como haría durante varios años, planteó su viaje de primavera, que ese año fue a París. Yo no tenía dinero para el pasaje, lo que me mortificaba mucho, y le dije a Pablo que no iría. Cuando éste se enteró de la verdadera causa de mi negativa, no tardó ni dos segundos en preguntarme qué me parecería si Campus me contrataba para hacer un reportaje completo sobre lo que haríamos en la capital francesa, para luego publicarlo en el número siguiente: la remuneración de mi trabajo sería el importe del billete. No me lo podía creer. El seráfico Pablo me estaba proporcionando la posibilidad de volver a mi ciudad preferida en una época en la que me faltaban muchas cosas, dinero entre ellas. Tuve que contenerme para no darle un beso en los morros, de la alegría. Semejante lección de generosidad aún hoy me hace llorar cuando la recuerdo.

En el número siguiente, que casi fue un monográfico realizado por mí y por el dibujante Peio García, Pablo ya apenas pudo participar, ocupado como estaba en terminar su Derecho, y, luego, en iniciar una carrera de gerente de centros comerciales que lo encumbraría al olimpo empresarial. Es entonces cuando Peio y yo tomamos el relevo y co-dirigimos la revista durante unos cuantos meses más.

Pero si traigo la revista Campus a este rincón de mis Hitos es porque esa publicación cambió muchos de mis presupuestos mentales y en verdad me cambió muchísimo: me puso en contacto con un grupo magnífico de personas muy diversas y valiosas; me enseñó el poder de la colaboración sin renunciar por ello a la individualidad; me enseñó formas alternativas de divertimento; me permitió sacar a la luz mis bilis universitarias y algunas de mis creaciones literarias y fotográficas; aumentó mi autoestima personal como pocas cosas lo hicieron a lo largo de mi existencia; pude tratar de igual a igual a rectores, decanos y profesores, en quienes percibí la prevención -e incluso el miedo- cuando tratábamos de entrevistarlos o de buscar alguna información. Y, en definitiva, me demostró que podía hacer otras cosas que no tenían que ver sólo con la Historia. Ahí tuvo lugar el inicio del cambio para que el rígido monocorde que era entonces, llegara a ser aquel en quien me convertí poco después.

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