La esfinge es una de las muchas que jalonaron el camino de acceso al templo. Lo protegía de los malos espíritus y preparaba la solemnidad antes de llegar a los pilonos de la entrada. Representan animales echados con cabeza de carnero. Como en Karnak. Sólo que esto no es Karnak. Ni Luxor. Ni estamos en Egipto, sino en Turín, en el Museo Egipcio. Y aquí la esfinge ya no protege al faraón Mentuhotep II, sino que lo vigila. El trato con los dioses molesta a la esfinge, y le irrita su perpetua ofrenda con sus vasos globulares. De ahí su ceño y su malcarado perfil. Lo vigila, atenta a cualquier variación, a cualquier intervención divina. Permanece al acecho, mientras aguanta estoica los miles de fotografías de los asombrados visitantes. Para ella eso no representa un problema. La sonrisa eterna del faraón, sí.
Esfinge del templo de Amón en Karnak, y estatua de Mentuhotep II (1425-1400 a.C), en Turín (Piamonte, Italia)
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