Al perenne gesto del cocinero glotón no le afecta el paso
de los años, ni las inclemencias del tiempo, ni siquiera la desconsideración de
su dueño, que hace tiempo que dejó de cuidarlo, aunque siga sirviendo para lo
que se lo creó, de reclamo publicitario. Ajado y descolorido, al cocinero tragaldabas
no le importa nada, porque sabe que cuando terminen todos de comer, él
comerá hasta hartarse, en un rincón apartado del restaurante. Por eso su gesto
hambriento sabedor de su posterior hartazgo es menos actuación que convencimiento. Conoce lo que sucederá, aunque también
sabe que más comerá cuanta más gente entre en el local. De ahí esa lengua que
repasa su bigote curtido y denso. Señala lo apetitoso de lo que allí se ofrece,
todo delicioso y muy apañado de recio. “Entren, entren, aquí se come de fábula -parece
decir-, y cuanto más coman ustedes, más sobras quedarán para mí”. Su
cara bonachona casi nos convence, hasta que tras dos tímidos pasos hacia el
interior nos empuja hacia fuera un rancio olor a fritanga y a pucheros no muy
fiables. La cantidad de gente que abarrota el local no parece aquejada de
nuestros escrúpulos, y engulle a mandíbula llena lo que allí se ofrece. Salimos,
al tiempo que una pareja joven con dos niños entra para ocupar la última mesa
libre. Nos alegramos por ellos. También por el cocinero gordo y hambriento. Hoy
tendrá buena ración de sobras. Antes de irnos, le susurro al oído: “hoy seguro
que triunfas, gordinflón; buen provecho tengas”.
En una trattoria de Sta. Margarita de Ligure (Liguria, Italia)
Julio, 2016 ----- Panasonic Lumix G6
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