El conocimiento de la Historia pasada no impide que
determinados sujetos, aquejados de graves enfermedades mentales, accedan al poder,
bien por la fuerza, bien de forma legítima y hasta legal. Esto ha ocurrido
siempre, y volverá a suceder. El ser humano es una criatura extraña. Pudiendo
convivir en paz, no puede o no sabe hacerlo, porque cuando parece que ha domeñado sus
impulsos violentos y combativos, pareciera que le falta algo en su fuero interno,
y mueve piezas (o deja mover) de tal modo que las situaciones acaban en un nuevo
conflicto del que siempre se saldrá malparado, pero cuya ausencia parece
generar ansiedad o falta de lo más necesario para vivir. Parajodas de la vida,
que diría una querida amiga.
Si repasáramos la lista de fulanos enfermos mentales (o directamente
psicópatas) que a lo largo de los siglos han dirigido los destinos de millones
de personas, nos echaríamos un rato largo que ocuparía más de un café o de un
gin-tónic. Y aunque en tiempos remotos ese tipo de situaciones no eran evitables,
por ser la fuerza bruta el más eficaz de los salvoconductos, es hoy cuando el mantenimiento
de dicho planteamiento sigue chocando, y apabulla por comparación. Que el mundo
pueda estar en manos de la gelidez calculadora y robótica de un Putin, la
paranoia endiosada y acomplejada de un Kim Jong-un, o la estúpida ceguera
capitalista de un Trump, avalada por sus éxitos empresariales y legitimada en
las urnas, es como para echarse a temblar y solicitar plaza en otro planeta,
por si acaso. Y ello, sin aludir a protagonistas menores en influencia, pero no
menos enfermos de diversa consideración, como los defenestrados dictadores Hussein
o Gadafi (ambos ejecutados, legalmente uno, ilegalmente otro), los fantoches
tipo Berlusconi o Maduro, o asesinos legalizados como Erdogan y en menor medida
Netanyahu. Y tampoco menciono ejemplos patrios, por su falta de influencia desestabilizadora a nivel mundial, pero la lista de incapaces o de golfos también ocuparía mucho espacio y tiempo.
Así que, con las perspectivas apuntadas, ¿nos quedan motivos
para ser optimistas? Tal vez sí. El siglo pasado, a estas alturas, ya estábamos
inmersos en la mayor matanza que habían contemplado los siglos hasta ese
momento, que comenzó denominándose la Gran Guerra, y luego, tras comprobarse la
insensata pertinacia humana sólo dos décadas después, terminó llamándose Primera
Guerra Mundial. Tal vez sí debamos ser moderadamente optimistas. Lo justo para
no bajar los brazos y claudicar definitivamente.
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