Sabemos que las
proporciones anatómicas no son las adecuadas, que la elongación de los dedos,
su repetición estereotipada uno al lado del otro siguiendo esquemas
preconcebidos y repetidos hasta la saciedad, no son los que podríamos llamar canónicos,
correctos. También percibimos que la mezcla de hueco-relieve y pintura no
siempre es la más feliz combinación para representar realidades, por las
sombras y volumetrías cambiantes dependientes de la angulación de la luz incidente; o que el estuco arañado y la desvaída pintura al fresco no son los materiales más solemens o cortesanos.
De sobra conocemos que la antigua simbología egipcia nos resulta demasiado
misteriosa (y hasta en ocasiones chocante), por su omnipresente religiosidad y
por sus significados aún no bien desvelados, a pesar de los muchos avances
llevados a cabo en casi dos siglos de efervescente actividad interpretativa. Sí,
sabemos eso y muchas cosas más que nos desconciertan en lo más profundo. ¿Por
qué, pues, nos atraen y nos fascinan tanto?
Detalle de una
mano sosteniendo un ankh, o cruz
ansada, proveniente de una tumba egipcia del Imperio Medio, que se halla en el
Museo del Louvre (París, Francia)
Julio, 2012 -----
Nikon D300
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