La inquina de los mediocres es uno de los males de este mundo. Basta que alguien encuentre un resquicio en la vida privada de algún artista, cineasta, escritor, modisto, o cualquiera que tenga que ver con alguna faceta del Arte (e incluso del deporte), sea la que sea, para que intenten colarse de inmediato para juzgar (y condenar), tachar (sin recomponer), descalificar (sin probar), invalidar y reprobar (sin alternativa posible). Lo que mueve a quienes así actúan es la insoportable conciencia de la escasa validez propia frente a quien vale más en una faceta clave. Es la mala baba de quien nunca hará nada construyendo algo (sea lo que sea). Es la venganza -impulsiva o consciente, tanto da- de quien no puede admitir que alguien sea más, tenga más, cree más y enriquezca el mundo que nos ha tocado vivir con algo que antes no existía. Es decir, es el malestar por el bien ajeno: la envidia, en definitiva. Todos esos mediocres (de ambos sexos, por supuesto) son apologetas pertinaces de la envidia, el más estúpido de los llamados pecados capitales, porque no aporta nada bueno para el sujeto que lo lleva a cabo, y sí mucho mal para quien sea objeto de ella.
Viene esto a cuento, referido a la violentísima campaña que lleva sufriendo de forma directa Woody Allen en los últimos meses, por parte de quienes formaron parte de su entorno artístico directo: léase actores, actrices, guionistas, que reniegan de él con una actitud tan lamentable, que me ha producido grima, asco y mucha ira, he de confesar. Y lo traigo a colación hoy porque por fin (¡por fin!) una persona cabal ha dicho públicamente algo en su favor. Que tampoco es una apología que trascienda como la de Sócrates, ni una pieza literaria de alto fuste. Es sólo (¡sólo!) que alguien -Javier Bardem- ha dicho algo con el sentido común de quien es inteligente, agradecido y libre de prejuicios. Sin querer traspasar la presunción de inocencia que cualquier persona merece, el actor español ha venido a decir que la situación de esta persona es la misma que cuando hace unos años rodó con él una película (horrorosa, sí, pero eso no viene al caso). Es decir, que de las acusaciones que han vertido hacia él una de sus hijas directamente, e indirectamente su ex-mujer, no hay más que hace unos años. No se ha podido probar nada, y por tanto Woody Allen sigue siendo el que era: o sea, uno de los genios del cine del siglo XX, que debería haberse retirado hace años, más que nada, por envejecer con cierta dignidad.
Y si algún día lo juzgan y resulta condenado, no seré yo quien pida clemencia para él, antes al contrario: querría que, aunque viejecito, cumpliera íntegra su pena, porque pocas cosas hay más rastreras y deplorables que cualquier daño que se inflija a un menor, máxime si hay abuso sexual de por medio. Pero si eso llegare a suceder, tal situación no me impediría lo más mínimo volver a ver las veces que me apeteciera Manhattan, Delitos y faltas o La rosa púrpura de El Cairo. Del mismo modo que sigo estremeciéndome ante los cuadros de Caravaggio, culpable de más de una muerte, o ante los esclavos de Miguel Ángel, cuya soberbia y mal genio no cabrían en una catedral, o ante las turbadoras e inquietantes imágenes que produjo el genio de una de las personas más insoportables y mercantilistas que recuerdo: Salvador Dalí. Porque, como bien dice Vargas Llosa en una reciente entrevista, si no separamos la Ética del Arte (él hablaba de literatos, pero es igual), la expresión artística “no sólo quedaría muy diezmada, es que desaparecería... No tendría razón de ser”.