Entre septiembre y octubre del año 1977 tuvieron lugar dos
hechos capitales en mi adolescencia. El primero, que comencé el que iba a ser
el curso con peores resultados de mi vida académica. El segundo, que nos
mudamos de piso, a sólo 150 metros del anterior, con unas condiciones de vida
mucho mejores.
Del 2º de BUP, recuerdo con nitidez el desasosiego constante
que casi todas las asignaturas me producían. Imagino que las hormonas estaban haciendo
de las suyas también en mi cuerpo, como resulta natural pensar. No estaba a
gusto ni conmigo, ni con el mundo, ni con lo que tenía que estudiar. Lo
sorprendente, es que no lo estaba ni con las materias de letras, que han
supuesto la base de toda mi vida, así que pueden imaginarse con facilidad mis sufrimientos con las de ciencias, sobre todo matemáticas y física, que
constituyeron los muros más infranqueables que yo tuve en mi vida de estudiante.
Hoy sé que logré aprobar la primera, porque el profesor que nos la impartía (es
un decir) era un personaje graciosísimo, entrañable, penoso didácticamente
hablando, ceceante profundo, obeso y fumador compulsivo (en aquélla, aún se fumaba en clase), pero que se dormía en los
exámenes, poniendo el periódico como pantalla para que no viéramos sus profundas
cabezadas vespertinas; gracias a esa circunstancia, yo podía copiar íntegras
las respuestas de mi amigo Rogelio, que era un fenómeno para esa materia; lo que
por entonces jamás entendí es por qué el sacaba ochos y nueves, y yo nunca pasé
del cinco, si los exámenes eran idénticos, pero como el objetivo era aprobar,
la cosa podía obviarse sin mayores investigaciones. Sin embargo, lo que todavía en la
actualidad se me antoja imposible de comprender, es cómo llegó a figurar en mi expediente de junio un suficiente pelao en la
asignatura de Física, siendo yo, como todo el mundo sabe, negado para los
números y las fórmulas; máxime, teniendo en cuenta que nos la daba una mujer
preparadísima, excelente profesora, que se trabajaba duramente la materia, y no
dada especialmente a favoritismos ni martingalas. No llegaré a saberlo jamás,
pero fue el último escollo de ciencias
que se me atravesó, y cuando fue superado sin que se sepa cómo, pude ver la
cara a Dios, y eso que de aquélla yo ya era ateo militante y confeso. Desde aquí agradezco a don Fdandcizco (no recuerdo el apellido), alias el Bola -por su orondez-, y a Felicidad Paramio, alias Velocidad Paramio -porque se movía como un esquiador de eslalom, por entre los alumnos-, las circunstancias que me permitieron pasar a 3º de BUP herido, pero intacto, y sin pasar por la humillación de septiembre.
El otro hecho fundamental fue que en octubre dejamos para siempre aquel 1º oscuro y gélido (y sin ascensor) de la calle Obispo Almarcha para trasladarnos al 4º luminoso y calentito (y con ascensor) de la calle San Guillermo. El cambio fue más que notable en confortabilidad y en luz. Allí se podía leer sin quemarse las pestañas, ni estar embutido en tres camisetas y dos pijamas. Bien es verdad que debía hacerlo en el salón, cuando no hubiera nadie más, pero las dos gigantescas ventanas de esa estancia compensaban otra problemática doméstica, que venía dada porque mi madre consideraba que la vivienda debía ser un espacio sagrado e inmaculado para “poder ser enseñado en cualquier momento a cualquier visita” y no un lugar donde vivir el día a día. Pero de eso hablaré en otra ocasión, pues esa situación bien lo merece. Ahora, lo que procede añadir tan sólo es que, si hubiéramos creído en malos augurios, habríamos salido por pies de allí enseguida. Porque el mismo día que nos trasladamos ya definitivamente -para dormir- cayó un tormentón tan espectacular, con tanta lluvia y con tan dilatado aparato eléctrico, que interrumpió todas nuestras operaciones de piso a piso por espacio de una hora larga, y sumió a mi madre -alérgica mentalmente todavía hoy a las tormentas- en un estado de nervios apocalíptico. Por fortuna, sólo fue una anécdota. Intensísima, eso sí -fueron más de 50 l/m2-. Pero sólo un mal comienzo para una vivienda que a día de hoy todavía alberga a mis padres, casi 40 años después.
El otro hecho fundamental fue que en octubre dejamos para siempre aquel 1º oscuro y gélido (y sin ascensor) de la calle Obispo Almarcha para trasladarnos al 4º luminoso y calentito (y con ascensor) de la calle San Guillermo. El cambio fue más que notable en confortabilidad y en luz. Allí se podía leer sin quemarse las pestañas, ni estar embutido en tres camisetas y dos pijamas. Bien es verdad que debía hacerlo en el salón, cuando no hubiera nadie más, pero las dos gigantescas ventanas de esa estancia compensaban otra problemática doméstica, que venía dada porque mi madre consideraba que la vivienda debía ser un espacio sagrado e inmaculado para “poder ser enseñado en cualquier momento a cualquier visita” y no un lugar donde vivir el día a día. Pero de eso hablaré en otra ocasión, pues esa situación bien lo merece. Ahora, lo que procede añadir tan sólo es que, si hubiéramos creído en malos augurios, habríamos salido por pies de allí enseguida. Porque el mismo día que nos trasladamos ya definitivamente -para dormir- cayó un tormentón tan espectacular, con tanta lluvia y con tan dilatado aparato eléctrico, que interrumpió todas nuestras operaciones de piso a piso por espacio de una hora larga, y sumió a mi madre -alérgica mentalmente todavía hoy a las tormentas- en un estado de nervios apocalíptico. Por fortuna, sólo fue una anécdota. Intensísima, eso sí -fueron más de 50 l/m2-. Pero sólo un mal comienzo para una vivienda que a día de hoy todavía alberga a mis padres, casi 40 años después.
1 comentario:
Que bonitos estos retazos de tu vida y que nítidos guardas estos recuerdos. Besos
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