La vanidad nos mata. Tiene a sus espaldas más muertes que la
gripe e incontables más dolores. Leo en una revista antigua dos noticias más antiguas
todavía, que tienen que ver con ella.
En la primera, Bernard Shaw halló entre un montón de libros de
ocasión, como muchos otros escritores que hurgan en las librerías de lance, un
libro suyo, con la dedicatoria que le había firmado a un amigo hacía algunos
años. Encolerizado, compró el volumen, y junto a las letras de entonces,
escribió las siguientes: “Al Sr. X, con un nuevo saludo, ¡el segundo!”. La reseña
no menciona su edad, pero no es relevante al caso. Su reacción
es de una ingenuidad tan infantil, que me ha provocado una sonrisa. No contempló
ninguna de las posibilidades que su amigo tuvo para deshacerse de la obra
dedicada. Porque pudo tener necesidades económicas y precisar deshacerse de
algunos libros con que capear el temporal; pudo haberlo prestado y que no le
fuera devuelto, y el prestatario obrar indignamente; pudo también haber muerto,
y sus deudos haberse deshecho de la biblioteca al completo, como sucede tantas
veces. O, seguramente, pudo haber considerado inaguantable la obra de su amigo,
y para no amargar su vanidad con una opinión sincera que acaso no fuera bien
admitida, no dijera nada de su extravío. En
cualquier caso, el insigne autor olvida que, una vez escrita entregada la obra
al mundo, ya no es suya, sino del mundo, y éste obra como mejor le parece.
Que es lo mismo que le pasó a John Irving, cuando deplora
los sinsabores que le supuso llevar su novela Príncipes de Maine, reyes de Nueva Inglaterra al cine (con el
título de Las normas de la casa de la
sidra), donde participó también como guionista e incluso ganó un óscar por
ello. Refunfuñar por no poder controlar
los cambios habido en el guión, en el montaje, en el ritmo, en la caracterización
de los personajes, etc., es una clásica estupidez muy común, pues no se da cuenta (o no quiere o no puede) de que una obra sólo está en manos de su autor sólo hasta el momento en que la mostramos a los demás; no digamos ya si el formato y el medio cambian, como es el caso de una adaptación literaria al cine. El escritor estadounidense adolece del mismo
mal que el escritor irlandés. Sólo cambian los modos y las causas, pero la
esencia es la misma. Ah, la vanidad. Vanitas
vanitatis et omnia vanitas, que dijera el Eclesiastés ya hace bastante. Era
otro el significado, claro, pero me venía bien para concluir estas líneas. ¡Qué
queremos! Yo también adolezco de lo que censuro.
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