¿De qué se arrepiente María, la de Magdala? ¿De los siete demonios
que le fueron expulsados del cuerpo? ¿De lo que hizo? ¿De lo que no llegó a
conseguir? ¿De lo que alcanzó, pero luego la Iglesia católica prohibió
recordar, enterrando la verdad en el olvido? ¿Del maltrato al que ha sido
sometida su figura, contrapunto pecaminoso y lascivo de la pureza inmaculada de
la madre de Jesús? ¿Por qué hace penitencia? ¿Pecó realmente? ¿Se acusaba de no
haber entendido lo que los demás sí? ¿O era justamente al revés?
Aunque también es posible que la postura que nos muestra no
sea la del arrepentimiento, en realidad, sino la de la añoranza. La del
recuerdo del cuerpo fibroso que acaso fuera suyo durante un tiempo, y que había desaparecido para siempre. La del recuerdo del hombre que quizá por vez
primera la tratara con respeto, correspondido en su caso por una adoración, algo
inédito para ella. El modo en que tiene la cruz en sus manos sobre sus rodillas,
y el gesto del rostro, no dejan lugar a dudas: es un lamento. María Magdalena
lamenta no tener a su lado a Jesús, y esa cruz compuesta tan sólo de dos cañas
se lo recuerda en el momento más cruel en que ella lo contemplara. Su cuerpo,
desmadejado, aunque todavía bello, se derrumba hacia su izquierda, apenas vestido
con telas de eremita, dejándonos ver los brazos, las piernas, parte del pecho.
Su cuerpo nos recuerda que ella es una mujer carnal, no mística, una mujer que
ha accedido al Maestro, que lo añora, que lamenta su faceta divina, que ella lo
amaba como hombre, y es a ese hombre al que ahora echa de menos con la fuerza
que sólo el recuerdo es capaz de reactivar. Apenas nos fijamos en la calavera. En
realidad, sobra. Ella mira la cruz, y, en ella, ve el cuerpo del Crucificado. Y
recuerda, recuerda. Se sume en el mayor dolor. Y llora.
Magdalena penitente,
de Antonio Canova, en el Palazzo Bianco de Génova (Liguria, Italia)
Julio, 2016 -----
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