Una nave espacial de un futuro lejano transporta 5.000
pasajeros y más de doscientos tripulantes en estado de hibernación hasta una
colonia en un planeta remoto, donde comenzarán una nueva vida dentro de 120
años, que es lo que dura el viaje. La salida de dicho estado y la preparación
del aterrizaje tendrán lugar sólo unos meses antes del fin del trayecto. Pero
cuando han transcurrido sólo 30 años, el impacto con un meteorito provocará un
fallo en una de las cápsulas individuales, y uno de los pasajeros saldrá de su
estado letárgico, y despertará él solo, sin que nadie más lo haga. Toda la
gigantesca nave, que se parece más a un crucero de gran lujo, está a su
disposición para él, pero no hay nadie más con quien compartir la experiencia,
ni con quien charlar, discutir, planificar, trabajar, etc. Está solo. Y a lo
largo de un año lo intenta todo para salir de esa situación: desde buscar ayuda
(lo que enseguida descarta por las distancias), o intentar un cambio de rumbo
(lo que es imposible, porque no dispone de códigos de acceso a los controles de
mando), a vegetarse y desesperarse de forma progresiva, hasta el punto de
sopesar la ventaja del suicidio que diera fin a la perspectiva terrible de una
soledad de años. Pero al fin se le ocurre algo distinto, cuando ya su modo de
vida se asemeja ya al de un náufrago (con barba de meses, semidesnudo, sucio y
harapiento, en contraste con la perfección tecnológica de su entorno). Se
plantea despertar a otro pasajero para que comparta con él su existencia. Las dudas
morales le asaltan, y las comparte con un humanoide que ejerce de camarero. Es
realmente una pregunta ética de gran alcance. ¿Resulta moralmente aceptable que
este personaje despierte a una persona hibernada, condenándolo así a no llegar
a donde se dirige y a morir en el transcurso del viaje? Todos responderemos que
no, pero todos comprendemos que lo acabe haciendo, por un buen puñado de
razones. Pero si encima el resultado de su elección es una mujer con atractivo
físico, currículum intelectual más que envidiable y expectativas muy sugerentes
y compatibles, y encima se trata de Jennifer Lawrence, entonces, claro, le
aplaudimos con las orejas. Al protagonista masculino, claro. Al guionista, le
arrojamos directamente al espacio.
Esto es lo que sucede en los primeros tres cuartos de hora
de la película Passengers (Pasajeros),
obra del director noruego Morten Tyldum. De los 70 minutos restantes, mejor no
les digo nada. Y no por evitar reventarles el argumento, no, sino porque a
partir de ese momento, el rosario de tópicos e inverosimilitudes es de tal
magnitud, que hacía tiempo que no me frustraba tanto un planteamiento tan
interesante en principio, y tan penosa y comercialmente resuelto de mitad en
adelante hasta el final, que ya es de traca. Y, si no me creéis, vedla, vedla,
y luego me comentáis.
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