Aunque tenemos una idea de magnificencia de los palacios
musulmanes, acaso influidos por los relatos de Las mil y una noches, y por la popularidad del Taj Mahal (que es
una riquísima excepción), lo cierto es que el arte islámico era más un arte de
apariencias, que de realidades. Se trata de un arte que muestra riqueza y
exuberancia, pero usa para ello materiales pobres, como el ladrillo, el yeso,
el azulejo. Como su religión prohíbe la representación de su dios -pura lógica:
el espíritu no puede ser visto, por lo que no puede ser ni dibujado, ni
pintado, ni esculpido-, abunda en cambio en una decoración muy propia, casi
exclusiva: la caligrafía inunda sus paredes, sus cúpulas, sus zócalos. Suelen ser
versículos del Corán. Entre sus múltiples curvas, la mayoría no entendemos
nada. Probablemente, será otra sarta de sentencias apodícticas, axiomáticas,
dogmáticas. Probablemente, sí. Pero ¡qué belleza! Cuando uno contempla un
lienzo completamente decorado como el de arriba, lo primero que piensa es en
mármoles, marfiles, panes de oro. Pero sólo son yeserías. Y hasta cuando
reparamos en los luminosos azules, nos imaginamos sin dudar los brillos
misteriosos del lapislázuli. Pero sólo es pintura de azul índigo. Sí, tal vez
esas bellas curvas hablen de fanatismos y de sentencias sin discusión. Pero,
como diría una compañera que cumple hoy años, ¡qué belleza!
Yeserías en el
Palacio de Comares, en la Alhambra (Granada, Andalucía, España)
Enero, 2009 ----- Nikon D300
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