Siempre impasible, siempre inmutable en su rostro ofrecido a
quien la contemple, cambiante sólo en cantidad de superficie a la vista,
curvilínea o esférica, irregular y arrasada de impactos, la luna siempre nos atrae la mirada en
cualquier momento y bajo circunstancias bien diferentes. Para los humanos del
paleolítico no debía resultar menos fascinante atrayente que para nosotros,
sólo que ellos le darían explicaciones mágicas, esotéricas, divinas; como así
sería durante milenios. Hoy, que sabemos casi todo sobre ella, la miramos y se
nos queda la cara alzada en su dirección, y bien la veamos con nuestros ojos, o
a través de un teleobjetivo o telescopio, su magnetismo resulta inexplicable. Porque
siempre están ahí las mismas sombras, esos huecos, los mismos cráteres, esa esfericidad
progresiva y cambiante, desde la plenitud hasta la desaparición. Hoy conocemos que la idéntica velocidad de traslación
y de rotación del astro es la razón por la que siempre nos ofrece su misma cara,
así como que no posee luz propia, sino que, a modo de gigantesco espejo, nos refleja
la del sol. Pero es igual. Eso son sólo explicaciones científicas. Uno levanta la vista y nos quedamos pasmados. Pasmados, sí,
pero no paralizados por un enfriamiento, sino por la imposible respuesta a
llamada tan insistente, tan constante, y a la que siempre respondemos con
sumisión.
Foto de cuarto
creciente final, tomada con objetivo catadióptrico de espejo
Marzo, 2017 -----
Nikon D500
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