De las regiones francesas que llevo conociendo a lo largo de
los últimos años, la Dordoña es sin duda mi preferida. No tiene mar, es cierto,
pero los ríos que la atraviesan, comenzando por el que le da nombre, llenan de
frescor y verde los campos del interior de Francia. Sus pueblos, su historia,
su pausado ritmo de vida (molestado y agitado desgraciadamente por nosotros,
los turistas y viajeros), sus monumentos naturales, edificios, museos, comida,
etcétera, hacen de esta región algo maravilloso. Es verdad que carece de mar,
también de montaña, no hay paisajes espectaculares. Pero todo el conjunto es de
una armonía tal que su calidad de vida corre pareja con el sosiego que se
experimenta a las orillas de sus corrientes. A su lado, se puede contemplar cómo por el cauce del río se pasa la vida,
cómo se viene la muerte -tan callando- (pero disfrutando de la espera del
luctuoso momento con un exquisito colorido o con los muy abundantes restos de un pasado
riquísimo en arte e historia).
Para muestra, entre tantas, un botoncito con el pueblo de Argentat,
cuyas casas, vistas desde la margen izquierda del río Espérance parecen de cuento o de caramelo, en
sus reflejos sobre el agua. Naturaleza, pasado, verdor, pausa, contemplación. Y,
a mayores, una comida deliciosa. Si hasta el nombre del río es hermoso, ¿qué más se puede pedir cuando se viaja?
Vista de Argentat (Alta Dordoña, Nueva Aquitania, Francia)
Agosto, 2014 ----- Panasonic Lumix G6
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