Lloraba desconsolada, y me acerqué a ver qué le ocurría. No decía nada, pero ante mi insistencia, me dirigió la mirada con los ojos muy húmedos y me señaló el árbol que estaba justo enfrente. Miré, pero no vi nada. “Mi gato”, me dijo. “Arriba”. No entendí, al principio. “Se quedó arriba, y no baja”. Comprendí, al fin. Decidí ayudarla. Aunque nunca fui buen trepador, el árbol tenía fácil el acceso. No lo veía por ningún lado. Subí más, y arriba del todo, lo localicé en una zona con menos hojas. Pendía de una cuerda que rodeaba su cabeza, y una raja abierta le recorría todo el vientre, por el que se escapaban sus vísceras. El horror me sobrecogió. Cuando me repuse, estiré las manos para cogerlo. La delgada rama cedió. Mientras caía, antes de romperme el cuello, creí ver que la niña ya no lloraba. Sonreía. Me pareció una sonrisa tierna. Creo.
Del libro inédito Micrólogos, 2012
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