Hay un momento de transición en la cultura europea, en las
postrimerías del siglo XII, que supera las estrecheces del románico, pero
sucede antes de que amanezca el cromatismo ascensional del gótico, al que
prefigura. Se trata del movimiento cisterciense, proveniente de la
localidad francesa de Citeaux, y al calor de las enseñanzas regeneradoras de
Bernardo de Claraval.
Era un movimiento que buscaba esencias, purezas, retornos. Seguían la misma regla de Benito de Nursia, que profesaban los benedictinos. Pero surgieron
contra los excesos que se habían realizado en su nombre. Los cistercienses
buscaron el origen de la misma y censuraron todo cuanto la perturbara. Anhelaron la
pobreza extrema, el aislamiento absoluto, la ausencia de distracciones que
distrajeran el objetivo supremo de la alabanza a Dios y a su comunión postrera
con él. Los benedictinos, a sus ojos, eran unos pervertidos que habían
transformado el ascetismo inicial en goce y molicie en muchos sentidos,
incluido el estético.
Y contra esa molicie reaccionaron también en sus edificios. En ellos,
las formas se elevaron con el objetivo de albergar sólo lo necesario para que
Dios y los monjes se unieran con un lazo irrompible: la luz. Todo lo que perturbase
esa unión, debía ser eliminado. Todo cuanto la fomente, tendría prioridad. Así,
la decoración de las abadías y monasterios cistercienses desaparecerá, pues
despistaría al monje de sus obligaciones o le distraería de su objetivo último. Sólo las
estructuras deben mostrarse a las claras. Nervios, columnas, muros, bóvedas. Nada
más. E inundándolo todo, la luz blanca, sólo tamizada por las vetas translúcidas del alabastro. Gracias a los progresos en el arte
arquitectónico, que aligerarán las bóvedas, conseguirán ventanales más amplios. Pero no los decorarán con color
alguno, para que la blancura de la luz lo inunde todo, y los envuelva como haría
Jesús cuando declaraba que él era “la luz, la verdad y la vida”. En esa idea construirían,
sin sospechar que sus descubrimientos en altura prefigurarían otro estilo que
daría al traste con esa filosofía de blanca pureza que ellos defendían. El
gótico que el propio Císter contribuyó a crear acabaría siendo, con sus enormes dimensiones, sus alturas
soberbias, su cromatismo omnipresente, lo que medio siglo después termine con
la idea ascética original de Bernardo de Claraval . Con todo, la solidez de sus estructuras arquitectónicas nos permite todavía, siglos
después, contemplar y admirar parte de la magna tarea en que se empeñaron.
Cabecera del Monasterio de Cañas -s. XIII- (La Rioja, España)
Abril, 2017 ----- Nikon D500
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