Las palomas me parecen asquerosas, oportunistas, parásitas. Hacen mucho más mal que el bien que pueden procurar. Su abundancia creciente es proporcional a la de sus heces, cuyos ácidos lesionan los monumentos y las esculturas, sean del material que sean. Sus cadáveres y muñones se ven a menudo por las calles, como muestra de su omnipresencia urbana. Son unos animales que se han adaptado tan bien a la convivencia con los humanos, que su osadía a veces llega a acariciar por un instante la categoría de provocación. La del primer plano de la imagen es un ejemplo de ello. Se hallaba a menos de medio metro de mí cuando tiré la foto. Pero mi lenta aproximación había empezado diez metros atrás. Pues bien, hasta que el siguiente paso ya habría supuesto tocar físicamente con el objetivo su menudo cuerpo, no levantó el vuelo. Eso sí, como avanzadilla vigilante hacia el invasor, no dejó de observarme a cada paso que fui dando. Sus compañeras ni me miraron, protegidas por lazos comunitarios de señales infrasónicas o móviles. No las soporto, insisto. Me producen urticaria mental, hasta cuando las veo divertir a los niños o a los ancianos que les proporcionan pan. ¿Por qué, pues, sigo fotografiándolas? Porque, pese a todo, me siguen pareciendo bellas. Hermosas no me lo parecerán nunca. Pero bellas, sí. Y ahí andamos: ellas, vigilantes a la par que provocativas; yo, vigilante a la par que resignado.
En Valencia (Comunidad Valenciana, España)
Enero, 2011 ----- Nikon, D300
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